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viernes, 9 de enero de 2015

La meditación, un silencio sin esfuerzo…


(Del “Diario N°1”,  de Krishnamurti)

27-08-1961 (1° parte)

El torrente, al que se incorporaban otros pequeños torrentes, serpenteaba ruidoso a través del valle, y el alboroto jamás era el mismo. Tenía sus propios estados de humor, pero éstos nunca eran desagradables. Jamás un mal humor. Los torrentes pequeños poseían una nota más aguda, había en ellos más rocas y cantos rodados; tenían lugares profundos y tranquilos en la penumbra, y trechos superficiales donde danzaban las sombras; y por la noche adquirían un sonido por completo diferente, suave, dulce y vacilante. Descendían a través de diferentes valles desde fuentes distintas, una mucho más lejana que la otra; uno venía desde un glaciar y una sinuosa cascada, mientras que el otro debía proceder de una fuente demasiado lejana como para llegar hasta ella caminando. Ambos se unían al torrente más grande, el cual tenía un tono profundamente sereno, grave, más dilatado y vívido. Los tres estaban totalmente bordeados por filas de árboles y la línea curva de los árboles mostraba el lugar de donde provenían estos torrentes y hacia donde iban; eran los ocupantes de los valles y todos los demás eran extraños, incluso los árboles. Uno pudo observarlos por una hora y escucharlos en su interminable parloteo; estaban muy alegres y divertidos, aun el más grande, pese a tener que conservar cierta dignidad. Pertenecían a las montañas, venían desde alturas de vértigo cercanas al cielo y así eran de puros y nobles; no eran esnobs pero conservaban su lugar y se mantenían más bien fríos y distantes. En la oscuridad de la noche, cuando pocos escuchaban, tenían su propio canto. Era un canto compuesto por muchos cantos.
Cruzando el puente, en lo alto del monte jaspeado por el sol, la meditación era una cosa por completo diferente. Era un silencio sin esfuerzo, sin deseo ninguno, sin búsqueda, sin requerimiento alguno del cerebro; los pajarillos se alejaban gorjeando, las ardillas se perseguían sobre los árboles, la brisa jugueteaba con las hojas y había silencio. El torrente pequeño, el que venía desde una gran distancia, estaba más alegre que nunca y, no obstante, había silencio, no afuera sino muy profundamente en lo interno. Había una completa quietud en la totalidad de la mente, la cual no tenía límites. No era el silencio que existe dentro de un espacio cercado, en un área que está dentro de los límites del pensamiento y que entonces se reconoce como silencio. No había fronteras ni medidas y, por lo tanto, el silencio no estaba contenido en la experiencia para ser reconocido y guardado. Podría no volver a ocurrir jamás, y de hacerlo seria por completo diferente. El silencio no puede repetirse a si mismo; sólo el cerebro por medio de la memoria y los recuerdos puede repetir lo que ha sido, pero lo que ha sido no es lo real.
La meditación era esta ausencia total de una conciencia acumulada por el tiempo y el espacio. El pensamiento, núcleo esencial de la conciencia, no puede, haga lo que haga, producir ‘este silencio’; el cerebro con todas sus sutiles y complicadas actividades debe aquietarse por su propia cuenta, sin la promesa de ninguna recompensa o seguridad. Sólo entonces puede ser sensible, vivo y silencioso. El cerebro que comprende sus propias actividades, las ocultas y las visibles, es parte de la meditación; constituye el fundamento de la meditación; sin eso la meditación es sólo autoengaño, autohipnosis, que carece en absoluto de significación. Tiene que haber silencio para que tenga lugar la explosión creadora.




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