Del último Diario (n°3) de Jiddu Krishnamurti.
Este diario de K., no fue ni dictado ni escrito por él
mismo, sino grabado por su propia voz, en soledad, en un grabador magnetofónico.
Con cerca de 90 años, fue lo último que hizo K. antes de partir de este mundo.
OJAI, CALIFORNIA. Viernes,
25 de febrero, 1983
Hay
un árbol junto al río, y hemos estado observándolo día tras día por algunas
semanas, cuando el sol está a punto de asomarse. A medida que el sol se levanta
lentamente sobre el horizonte, por encima de los árboles, este árbol particular
se torna súbitamente de oro. Todas las hojas se ven radiantes de vida, y cuando
uno contempla ese árbol mientras las horas pasan ‑no importa el nombre del
árbol, lo que importa es su belleza- una cualidad extraordinaria parece
extenderse sobre toda la tierra, sobre el río. Y cuando el sol asciende un poco
más, las hojas comienzan a aletear, a danzar. Y cada hora que pasa parece
conferir a ese árbol una cualidad diferente. Antes de salir el sol se le ve
melancólico, sosegado, muy distante y pleno de dignidad. Y al comenzar el día,
las hojas cubiertas de luz danzan y le dan al árbol ese peculiar sentimiento que
uno tiene de inmensa belleza. A mediodía su sombra se ha hecho más profunda, y
uno puede sentarse ahí protegido del sol, sin sentirse jamás solo con el árbol
como compañero. Mientras uno permanece ahí, existe una relación de profunda y
perdurable seguridad y una libertad que únicamente los árboles pueden conocer.
Hacia
el anochecer, cuando el cielo occidental se ilumina con el sol poniente, el
árbol se vuelve poco a poco sombrío, oscuro, y se cierra sobre sí mismo. El
cielo se ha vuelto rojo, amarillo y verde, pero el árbol permanece quieto,
oculto, y descansa durante la noche.
Si
uno establece una relación con el árbol, entonces está relacionado con la
humanidad. Uno es responsable, entonces, por ese árbol y por los árboles del
mundo. Pero si uno no se relaciona con las cosas vivientes de esta tierra,
puede perder toda relación con la humanidad, con los seres humanos. Nosotros
nunca observamos profundamente la cualidad de un árbol; nunca lo tocamos
realmente sintiendo su solidez, su áspera corteza, ni escuchamos el sonido que
es parte del árbol. No el sonido del viento entre las hojas, ni el de la brisa
que en la mañana agita el follaje, sino el sonido propio del árbol, el sonido
del tronco y el silencioso sonido de las raíces. Uno tiene que ser extraordinariamente
sensible para escuchar el sonido. Este sonido no es el ruido del mundo, ni el
ruido del parloteo mental, ni el de la vulgaridad de las disputas humanas y del
conflicto humano, sino el sonido como parte del universo.
Es
extraño que tengamos tan poca relación con la naturaleza, con los insectos, con
la rana saltarina, con el búho que ulula entre los cerros llamando a su pareja.
Parece que nunca experimentamos sentimiento alguno por todas las cosas
vivientes de la tierra. Si pudiéramos establecer una profunda y duradera
relación con la naturaleza, jamás mataríamos un animal para satisfacer nuestro
apetito, jamás haríamos daño a un mono, a un perro o a un conejillo de Indias
practicando en ellos la vivisección para nuestro propio beneficio. Encontraríamos
otros medios para curar nuestras heridas, nuestros cuerpos. Pero la curación de
la mente es algo por completo distinto. Esa curación tiene lugar gradualmente
si uno está con la naturaleza, con esa naranja en el árbol, con la brizna de
hierba que empuja a través del cemento, con los cerros cubiertos, ocultos por
las nubes.
Esto
no es sentimentalismo ni imaginación romántica, sino la realidad de una
relación con todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra. El hombre ha matado
millones de ballenas y aún las sigue matando. Todo lo que obtenemos de esa
matanza podríamos obtenerlo por otros medios. Pero al parecer el hombre gusta
de matar cosas; mata al ciervo veloz, a la maravillosa gacela y al gran
elefante. Nos gusta matarnos los unos a los otros. Este matar a otros seres
humanos jamás ha cesado a lo largo de toda la historia de la vida del hombre
sobre la tierra. Si pudiéramos ‑y tenemos que hacerlo- establecer una profunda
y perdurable relación con la naturaleza, con los árboles reales, los arbustos,
las flores, la hierba y las rápidas nubes, entonces jamás mataríamos a otro ser
humano por ninguna razón. La guerra es el asesinato organizado, y aunque nos
manifestemos contra una guerra en particular ‑la guerra nuclear o cualquier
otro tipo de guerra- jamás nos hemos manifestado contra la guerra en sí. Jamás
hemos dicho que matar a otro ser humano es el más grande pecado de la tierra.
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