Los cimientos de la meditación…
(J. Krishnamurti)
Del “Diario n°1, de J. Krishnamurti
29 de
octubre de 1961.
Era
en verdad un atardecer extraordinariamente bello. Había estado lloviznando a
intervalos desde la mañana y eso lo mantuvo a uno enjaulado adentro durante
todo el día; hubo una plática con su discusión correspondiente, entrevistas
personales, etcétera. Había cesado de llover por algunas horas y era agradable
poder salir. Hacia el occidente había nubes oscuras, casi negras, cargadas de
lluvia y truenos; estaban suspendidas sobre los cerros tiñéndolos de un oscuro
color purpúreo y tornándolos excepcionalmente opresivos y amenazantes. El sol se
ponía entre un tumultuoso frenesí de nubes. Hacia el oriente las nubes
estallaban colmadas de luz crepuscular; cada una de ellas tenía una forma
diferente, brillaba con su propia luz y se destacaba sobre los cerros inmensa, sobrecogedoramente
viva, remontándose hacia los astros. Había sectores de cielo azul, tan
intensamente azul, con un verde tan delicado que se desvanecía en la blanca luz
de las estallantes nubes. Los cerros estaban esculpidos con la dignidad de un
tiempo infinito; uno de ellos se veía iluminado desde adentro; transparente y
extrañamente delicado parecía por completo artificial; otro, cincelado en
granito, oscuramente solitario, tenía la forma de todos los templos del mundo.
Cada cerro estaba vivo, pleno de movimiento, distante con la profunda gravedad
del tiempo. Era un atardecer maravilloso, lleno de belleza, silencio y luz.
Todos
nosotros habíamos empezado el paseo juntos, pero ahora nos habíamos separado,
silenciosos, a corta distancia los unos de los otros. El camino atravesaba
ásperamente el valle sobre los lechos secos de arena roja salpicados de finas
gotas de lluvia. Luego el camino daba una vuelta y se dirigía hacia el este. En
la parte baja del valle hay una alquería blanca rodeada de árboles, entre los
que se destaca uno enorme que abarca a todos los demás. Era una vista apacible
y la tierra parecía estar bajo un hechizo. La silenciosa casa se hallaba a una
milla o algo así entre los verdes, deliciosos campos de arroz. Uno la había
visto a menudo desde donde el camino proseguía hacia la desembocadura del valle
y más allá; era éste el único camino para entrar o salir del valle a pie o en
automóvil. La casa blanca rodeada de esos pocos árboles había estado ahí por
algunos años y siempre había sido una vista agradable, pero al verla en este
atardecer desde un recodo del camino, había en relación con ella una belleza y
un sentimiento por completo diferentes. Porque «lo otro» estaba ahí, y ascendía
por el valle; como si hubiera una cortina de lluvia y tan sólo ahí no lloviera;
llegaba como llega la brisa, suave y dulcemente, y estaba ahí tanto fuera como
dentro de uno. No era pensamiento ni sentimiento, ni era una fantasía, una cosa
del cerebro. Cada vez que ocurre, ello es tan nuevo y sorprendente, tan puras
su fuerza y su vastedad, que hay siempre asombro y júbilo. Es algo totalmente
desconocido y lo conocido no tiene contacto con ello. Para que ello sea, lo
conocido debe morir completamente. La experiencia sigue estando dentro del
campo de lo conocido, de modo que ello no es una experiencia. Toda experiencia
es un estado de inmadurez. Uno sólo puede experimentar y reconocer como experiencia
algo que ya haya conocido previamente. Pero esto no era experimentable,
cognoscible; debe cesar toda forma de pensamiento y sentimiento, porque todo
eso es conocido y cognoscible; el cerebro y la totalidad de la conciencia
tienen que estar libres de lo conocido y deben vaciarse sin ninguna clase de
esfuerzo. Ello estaba ahí, dentro y fuera de uno; uno caminaba en ello y
con ello. Los cerros, el campo, la tierra entera estaban con ello.
Era
muy temprano en la mañana y aun había oscuridad. Durante toda la noche hubo
lluvia y truenos; las ventanas se golpeaban y el agua entraba copiosamente en
la habitación. Ni una sola estrella era visible, el cielo y los cerros se
hallaban cubiertos de nubes y llovía furiosa y ruidosamente. Al despertar, la
lluvia había cesado y todavía estaba oscuro. La meditación no es una práctica,
no consiste en seguir un sistema, un método; éstos sólo conducen al
oscurecimiento de la mente y siempre son un movimiento que está dentro de las
fronteras de lo conocido; en su actividad hay desesperación e ilusión. Reinaba
mucha quietud en el amanecer y ni una hoja ni un pájaro se movían. La
meditación que comenzó a desconocidas profundidades y continuaba creciendo en
intensidad y alcance, esculpía el cerebro tornándolo totalmente silencioso,
arrancando de raíz los pensamientos, extirpando sentimientos, vaciando el
cerebro de lo conocido y su sombra. Era una operación quirúrgica en la que no
había operador, ni cirujano; ella continuaba, tal como un cirujano opera un
cáncer, cortando todo el tejido contaminado para que la contaminación no vuelva
a extenderse. Esta meditación prosiguió durante una hora por el reloj. Y era una
meditación sin el meditador. El meditador interfiere con sus estupideces y
vanidades, sus ambiciones y su codicia. El meditador es el pensamiento que se
nutre en estos conflictos y males, y el pensamiento debe cesar completamente en
la meditación. Estas son las bases, los cimientos para la meditación.
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