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miércoles, 13 de diciembre de 2017

Más allá del tiempo y del espacio



Del Diario n°1
De J. Krishnamurti

30 de octubre de 1961.-

En todas partes había silencio; los cerros permanecían inmóviles, los árboles estaban quietos y desiertos los lechos de los ríos; los pájaros habían encontrado refugio por la noche y todo se hallaba en silencio, aun los perros de la aldea. Había llovido y las nubes estaban también inmóviles. El silencio fue creciendo y se tornó más intenso, amplio y profundo. Lo que antes estaba fuera, ahora estaba dentro de uno; el cerebro que había escuchado el silencio de los cerros, los campos y los bosques, ahora se hallaba silencioso; ya no se escuchaba a sí mismo; había pasado por eso y se había aquietado naturalmente, sin esfuerzo alguno. Sin embargo, estaba pronto para moverse al instante. Muy profundamente dentro de sí el cerebro estaba inmóvil, quieto; como un pájaro que pliega sus alas, se había replegado sobre sí mismo; no se hallaba dormido ni había pereza en él, sino que al replegarse sobre sí mismo había penetrado en profundidades que se encontraban completamente fuera de su alcance. El cerebro es esencialmente superficial; sus actividades y respuestas son inmediatas, aunque esta inmediatez sea traducida a términos de futuro. Los pensamientos y sentimientos del cerebro están en la superficie, aun cuando pueda pensar y sentir muy lejos dentro del futuro y retroceder hacia el interior del pasado. Toda experiencia y recuerdo son profundos sólo hasta donde alcanza su propia limitada capacidad, pero cuando el cerebro se aquieta y se repliega sobre sí mismo, deja de experimentar tanto externa como internamente. La conciencia -los fragmentos de tantas experiencias, de tantas compulsiones, miedos, esperanzas y desesperación del pasado y del futuro, las contradicciones de la raza y de sus propias actividades egocéntricas- se hallaba ausente; la conciencia no estaba ahí. Todo el ser permanecía absolutamente quieto, silencioso, y en esa intensidad del ser no había más ni menos; había un penetrar en profundidad -o surgió una profundidad en la cual no podían penetrar el pensamiento, el sentimiento, la conciencia. Era una dimensión que el cerebro no podía capturar ni comprender. Y no había un observador que observara esta profundidad. Cada parte de la totalidad del propio ser estaba alerta, sensible, pero intensamente quieta. Esta cualidad de lo nuevo, esta profundidad se expendía, estallaba alejándose, desplegándose mediante sus propias explosiones, pero fuera del tiempo y más allá del tiempo y del espacio.





sábado, 9 de diciembre de 2017

LOS CIMIENTOS DE LA MEDITACIÓN

Los cimientos de la meditación… (J. Krishnamurti)

Del “Diario n°1, de J. Krishnamurti

29 de octubre de 1961.

Era en verdad un atardecer extraordinariamente bello. Había estado lloviznando a intervalos desde la mañana y eso lo mantuvo a uno enjaulado adentro durante todo el día; hubo una plática con su discusión correspondiente, entrevistas personales, etcétera. Había cesado de llover por algunas horas y era agradable poder salir. Hacia el occidente había nubes oscuras, casi negras, cargadas de lluvia y truenos; estaban suspendidas sobre los cerros tiñéndolos de un oscuro color purpúreo y tornándolos excepcionalmente opresivos y amenazantes. El sol se ponía entre un tumultuoso frenesí de nubes. Hacia el oriente las nubes estallaban colmadas de luz crepuscular; cada una de ellas tenía una forma diferente, brillaba con su propia luz y se destacaba sobre los cerros inmensa, sobrecogedoramente viva, remontándose hacia los astros. Había sectores de cielo azul, tan intensamente azul, con un verde tan delicado que se desvanecía en la blanca luz de las estallantes nubes. Los cerros estaban esculpidos con la dignidad de un tiempo infinito; uno de ellos se veía iluminado desde adentro; transparente y extrañamente delicado parecía por completo artificial; otro, cincelado en granito, oscuramente solitario, tenía la forma de todos los templos del mundo. Cada cerro estaba vivo, pleno de movimiento, distante con la profunda gravedad del tiempo. Era un atardecer maravilloso, lleno de belleza, silencio y luz.
Todos nosotros habíamos empezado el paseo juntos, pero ahora nos habíamos separado, silenciosos, a corta distancia los unos de los otros. El camino atravesaba ásperamente el valle sobre los lechos secos de arena roja salpicados de finas gotas de lluvia. Luego el camino daba una vuelta y se dirigía hacia el este. En la parte baja del valle hay una alquería blanca rodeada de árboles, entre los que se destaca uno enorme que abarca a todos los demás. Era una vista apacible y la tierra parecía estar bajo un hechizo. La silenciosa casa se hallaba a una milla o algo así entre los verdes, deliciosos campos de arroz. Uno la había visto a menudo desde donde el camino proseguía hacia la desembocadura del valle y más allá; era éste el único camino para entrar o salir del valle a pie o en automóvil. La casa blanca rodeada de esos pocos árboles había estado ahí por algunos años y siempre había sido una vista agradable, pero al verla en este atardecer desde un recodo del camino, había en relación con ella una belleza y un sentimiento por completo diferentes. Porque «lo otro» estaba ahí, y ascendía por el valle; como si hubiera una cortina de lluvia y tan sólo ahí no lloviera; llegaba como llega la brisa, suave y dulcemente, y estaba ahí tanto fuera como dentro de uno. No era pensamiento ni sentimiento, ni era una fantasía, una cosa del cerebro. Cada vez que ocurre, ello es tan nuevo y sorprendente, tan puras su fuerza y su vastedad, que hay siempre asombro y júbilo. Es algo totalmente desconocido y lo conocido no tiene contacto con ello. Para que ello sea, lo conocido debe morir completamente. La experiencia sigue estando dentro del campo de lo conocido, de modo que ello no es una experiencia. Toda experiencia es un estado de inmadurez. Uno sólo puede experimentar y reconocer como experiencia algo que ya haya conocido previamente. Pero esto no era experimentable, cognoscible; debe cesar toda forma de pensamiento y sentimiento, porque todo eso es conocido y cognoscible; el cerebro y la totalidad de la conciencia tienen que estar libres de lo conocido y deben vaciarse sin ninguna clase de esfuerzo. Ello estaba ahí, dentro y fuera de uno; uno caminaba en ello y con ello. Los cerros, el campo, la tierra entera estaban con ello.

Era muy temprano en la mañana y aun había oscuridad. Durante toda la noche hubo lluvia y truenos; las ventanas se golpeaban y el agua entraba copiosamente en la habitación. Ni una sola estrella era visible, el cielo y los cerros se hallaban cubiertos de nubes y llovía furiosa y ruidosamente. Al despertar, la lluvia había cesado y todavía estaba oscuro. La meditación no es una práctica, no consiste en seguir un sistema, un método; éstos sólo conducen al oscurecimiento de la mente y siempre son un movimiento que está dentro de las fronteras de lo conocido; en su actividad hay desesperación e ilusión. Reinaba mucha quietud en el amanecer y ni una hoja ni un pájaro se movían. La meditación que comenzó a desconocidas profundidades y continuaba creciendo en intensidad y alcance, esculpía el cerebro tornándolo totalmente silencioso, arrancando de raíz los pensamientos, extirpando sentimientos, vaciando el cerebro de lo conocido y su sombra. Era una operación quirúrgica en la que no había operador, ni cirujano; ella continuaba, tal como un cirujano opera un cáncer, cortando todo el tejido contaminado para que la contaminación no vuelva a extenderse. Esta meditación prosiguió durante una hora por el reloj. Y era una meditación sin el meditador. El meditador interfiere con sus estupideces y vanidades, sus ambiciones y su codicia. El meditador es el pensamiento que se nutre en estos conflictos y males, y el pensamiento debe cesar completamente en la meditación. Estas son las bases, los cimientos para la meditación.






SER NADA...


lunes, 20 de febrero de 2017

Hay un árbol, junto al río…


Del último Diario (n°3) de Jiddu Krishnamurti.

Este diario de K., no fue ni dictado ni escrito por él mismo, sino grabado por su propia voz, en soledad, en un grabador magnetofónico. Con cerca de 90 años, fue lo último que hizo K. antes de partir de este mundo.

OJAI, CALIFORNIA. Viernes, 25 de febrero, 1983

Hay un árbol junto al río, y hemos estado observándolo día tras día por algunas semanas, cuando el sol está a punto de asomarse. A medida que el sol se levanta lentamente sobre el horizonte, por encima de los árboles, este árbol particular se torna súbitamente de oro. Todas las hojas se ven radiantes de vida, y cuando uno contempla ese árbol mientras las horas pasan ‑no importa el nombre del árbol, lo que importa es su belleza- una cualidad extraordinaria parece extenderse sobre toda la tierra, sobre el río. Y cuando el sol asciende un poco más, las hojas comienzan a aletear, a danzar. Y cada hora que pasa parece conferir a ese árbol una cualidad diferente. Antes de salir el sol se le ve melancólico, sosegado, muy distante y pleno de dignidad. Y al comenzar el día, las hojas cubiertas de luz danzan y le dan al árbol ese peculiar sentimiento que uno tiene de inmensa belleza. A mediodía su sombra se ha hecho más profunda, y uno puede sentarse ahí protegido del sol, sin sentirse jamás solo con el árbol como compañero. Mientras uno permanece ahí, existe una relación de profunda y perdurable seguridad y una libertad que únicamente los árboles pueden conocer.
Hacia el anochecer, cuando el cielo occidental se ilumina con el sol poniente, el árbol se vuelve poco a poco sombrío, oscuro, y se cierra sobre sí mismo. El cielo se ha vuelto rojo, amarillo y verde, pero el árbol permanece quieto, oculto, y descansa durante la noche.
Si uno establece una relación con el árbol, entonces está relacionado con la humanidad. Uno es responsable, entonces, por ese árbol y por los árboles del mundo. Pero si uno no se relaciona con las cosas vivientes de esta tierra, puede perder toda relación con la humanidad, con los seres humanos. Nosotros nunca observamos profundamente la cualidad de un árbol; nunca lo tocamos realmente sintiendo su solidez, su áspera corteza, ni escuchamos el sonido que es parte del árbol. No el sonido del viento entre las hojas, ni el de la brisa que en la mañana agita el follaje, sino el sonido propio del árbol, el sonido del tronco y el silencioso sonido de las raíces. Uno tiene que ser extraordinariamente sensible para escuchar el sonido. Este sonido no es el ruido del mundo, ni el ruido del parloteo mental, ni el de la vulgaridad de las disputas humanas y del conflicto humano, sino el sonido como parte del universo.
Es extraño que tengamos tan poca relación con la naturaleza, con los insectos, con la rana saltarina, con el búho que ulula entre los cerros llamando a su pareja. Parece que nunca experimentamos sentimiento alguno por todas las cosas vivientes de la tierra. Si pudiéramos establecer una profunda y duradera relación con la naturaleza, jamás mataríamos un animal para satisfacer nuestro apetito, jamás haríamos daño a un mono, a un perro o a un conejillo de Indias practicando en ellos la vivisección para nuestro propio beneficio. Encontraríamos otros medios para curar nuestras heridas, nuestros cuerpos. Pero la curación de la mente es algo por completo distinto. Esa curación tiene lugar gradualmente si uno está con la naturaleza, con esa naranja en el árbol, con la brizna de hierba que empuja a través del cemento, con los cerros cubiertos, ocultos por las nubes.

Esto no es sentimentalismo ni imaginación romántica, sino la realidad de una relación con todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra. El hombre ha matado millones de ballenas y aún las sigue matando. Todo lo que obtenemos de esa matanza podríamos obtenerlo por otros medios. Pero al parecer el hombre gusta de matar cosas; mata al ciervo veloz, a la maravillosa gacela y al gran elefante. Nos gusta matarnos los unos a los otros. Este matar a otros seres humanos jamás ha cesado a lo largo de toda la historia de la vida del hombre sobre la tierra. Si pudiéramos ‑y tenemos que hacerlo- establecer una profunda y perdurable relación con la naturaleza, con los árboles reales, los arbustos, las flores, la hierba y las rápidas nubes, entonces jamás mataríamos a otro ser humano por ninguna razón. La guerra es el asesinato organizado, y aunque nos manifestemos contra una guerra en particular ‑la guerra nuclear o cualquier otro tipo de guerra- jamás nos hemos manifestado contra la guerra en sí. Jamás hemos dicho que matar a otro ser humano es el más grande pecado de la tierra.





LA REVOLUCIÓN DE LA TOTALIDAD DE LA CONCIENCIA


Diario n°1 de J. Krishnamurti
26-10-1961.- (2° parte).

                (…) El tiempo es una ilusión. Existe un mañana y han existido muchos ayeres; este tiempo no es una ilusión. El pensamiento que utiliza al tiempo como un medio para producir un cambio interno, un cambio psicológico, está persiguiendo un no-cambio, porque un cambio semejante sólo es una continuidad modificada de lo que ha sido; un pensamiento así es perezoso, pospone, encuentra refugio en la ilusión de lo gradual, en los ideales, en el tiempo.
La mutación no es posible a través del tiempo. La misma negación del tiempo es la mutación; ésta tiene lugar cuando son negadas todas las cosas que han tenido su origen en el tiempo: el hábito, la tradición, la reforma, los ideales. Uno niega el tiempo y la mutación ha ocurrido, una mutación total, no la alteración de los patrones o la sustitución de un patrón por otro. Pero adquirir conocimiento, aprender una técnica requiere tiempo, que no puede ni debe ser negado; estas cosas son esenciales para la existencia. El tiempo para ir desde aquí hasta allá no es una ilusión, pero toda otra forma de tiempo es ilusoria. En esta mutación hay atención, y gracias a esta atención existe una dase de acción por completo diferente. Una acción así no se vuelve un hábito, una sensación, una experiencia, un conocimiento que se repiten y que embotan el cerebro y lo tornan insensible a una mutación.
‘La virtud’, pues, no consiste en el hábito mejor, en la mejor conducta; la virtud carece de un patrón, no esta limitada; no tiene el sello de la respetabilidad; no es un ideal que pueda ser perseguido, materializado por el tiempo. La virtud es, por eso, algo peligroso para la sociedad, no una cosa dócil y sumisa. Amar implica, pues, destrucción, una revolución no económica o social, sino una revolución de la totalidad de la conciencia.





sábado, 14 de enero de 2017

Un valle abierto a los cielos…



Diario n°1 de Krishnamurti

26 de octubre de 1961 (1° parte)

Justo al otro lado de la galería hay un árbol con gran cantidad de espectaculares flores de color rojo, mientras que el verde de las enormes hojas resalta vívido e intenso después de las últimas lluvias. El rojo de las flores tiene un tinte anaranjado, y contra el verde del follaje y de la colina rocosa, parece como si se hubieran apartado de la tierra y cubrieran todo el espacio de la madrugada. Era una hermosa mañana con nubes, y había esa luz que torna claro y brillante cada color. No se agitaba una sola hoja y todas aguardaban esperanzadas otra lluvia; el sol sería ardiente y la tierra necesitaba más agua en abundancia. Los lechos de los ríos habían permanecido silenciosos por muchos años; en ellos crecían arbustos y el agua resultaba indispensable en todas partes. Los pozos estaban muy bajos y los aldeanos sufrirían si el agua siguiera faltando. Las nubes sobre los cerros eran negras, cargadas con la promesa de la lluvia. Tronaba y había relámpagos lejanos, y en seguida se desencadenó un aguacero. No duró mucho pero de momento era suficiente y había una promesa de más lluvia.
Donde el camino desciende hay un puente que cruza el rojo y arenoso lecho seco de un río; mirando desde el puente hacia el oeste, las colinas resaltaban negras, melancólicas; a la luz del atardecer los ricos campos florecidos de arroz eran increíblemente bellos. Al otro lado había árboles de un intenso verde oscuro, y hacia el norte estaban los cerros de color violáceo; el valle descansaba abierto a los cielos. Todos los colores, visibles e invisibles, se hallaban en ese valle bajo la luz crepuscular. Cada color principal tenía sus armónicos, unos ocultos, otros manifiestos, y cada hoja y cada brizna de arroz estallaban con el deleite del color. Este era intenso, poderoso, no suave ni dulce. Las nubes se estaban amontonando negras y cargadas, en especial sobre los cerros, y en la lejanía relampagueaba silenciosamente. Comenzaron a caer las primeras gotas; entre los cerros ya estaba lloviendo y pronto la lluvia estaría aquí. Una bendición para una tierra extenuada y hambrienta.
Después de una comida liviana, estábamos todos hablando acerca de cosas relativas a la escuela, de cómo era necesario esto o aquello, de lo difícil que resultaba encontrar buenos maestros, de lo indispensables que era las lluvias, etc. Ellos continuaban hablando, y entonces súbita e inesperadamente apareció «lo Otro», (‘lo inconmensurable’), estaba ahí con tal inmensidad y con una fuerza tan arrolladora que uno se aquietó completamente; los ojos lo veían, el cuerpo lo sentía y el cerebro estaba alerta sin pensamiento alguno. La conversación no era demasiado seria, y en medio de esta atmósfera incidental estaba ocurriendo algo tremendo. Permaneció con uno en el momento de ir a acostarse y prosiguió como un susurro durante la noche. No hay experiencia de ello; está simplemente ahí, con su ímpetu incontenible y su bendición. Para que algo sea experimentado debe haber un experimentador, pero cuando no lo hay existe un fenómeno por completo diferente. No hay aceptación de ello ni rechazo; está simplemente ahí, como un hecho. Este hecho no se hallaba relacionado con cosa alguna ni en el pasado ni en el futuro, y el pensamiento no podía establecer ninguna comunicación con él; carecía de valor en términos de utilidad o provecho, nada podía obtenerse de él. Pero estaba ahí, y por su misma existencia había amor, belleza, inmensidad. Sin efe hecho, nada hay. Sin la lluvia, la tierra perecería…