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sábado, 14 de enero de 2017

Un valle abierto a los cielos…



Diario n°1 de Krishnamurti

26 de octubre de 1961 (1° parte)

Justo al otro lado de la galería hay un árbol con gran cantidad de espectaculares flores de color rojo, mientras que el verde de las enormes hojas resalta vívido e intenso después de las últimas lluvias. El rojo de las flores tiene un tinte anaranjado, y contra el verde del follaje y de la colina rocosa, parece como si se hubieran apartado de la tierra y cubrieran todo el espacio de la madrugada. Era una hermosa mañana con nubes, y había esa luz que torna claro y brillante cada color. No se agitaba una sola hoja y todas aguardaban esperanzadas otra lluvia; el sol sería ardiente y la tierra necesitaba más agua en abundancia. Los lechos de los ríos habían permanecido silenciosos por muchos años; en ellos crecían arbustos y el agua resultaba indispensable en todas partes. Los pozos estaban muy bajos y los aldeanos sufrirían si el agua siguiera faltando. Las nubes sobre los cerros eran negras, cargadas con la promesa de la lluvia. Tronaba y había relámpagos lejanos, y en seguida se desencadenó un aguacero. No duró mucho pero de momento era suficiente y había una promesa de más lluvia.
Donde el camino desciende hay un puente que cruza el rojo y arenoso lecho seco de un río; mirando desde el puente hacia el oeste, las colinas resaltaban negras, melancólicas; a la luz del atardecer los ricos campos florecidos de arroz eran increíblemente bellos. Al otro lado había árboles de un intenso verde oscuro, y hacia el norte estaban los cerros de color violáceo; el valle descansaba abierto a los cielos. Todos los colores, visibles e invisibles, se hallaban en ese valle bajo la luz crepuscular. Cada color principal tenía sus armónicos, unos ocultos, otros manifiestos, y cada hoja y cada brizna de arroz estallaban con el deleite del color. Este era intenso, poderoso, no suave ni dulce. Las nubes se estaban amontonando negras y cargadas, en especial sobre los cerros, y en la lejanía relampagueaba silenciosamente. Comenzaron a caer las primeras gotas; entre los cerros ya estaba lloviendo y pronto la lluvia estaría aquí. Una bendición para una tierra extenuada y hambrienta.
Después de una comida liviana, estábamos todos hablando acerca de cosas relativas a la escuela, de cómo era necesario esto o aquello, de lo difícil que resultaba encontrar buenos maestros, de lo indispensables que era las lluvias, etc. Ellos continuaban hablando, y entonces súbita e inesperadamente apareció «lo Otro», (‘lo inconmensurable’), estaba ahí con tal inmensidad y con una fuerza tan arrolladora que uno se aquietó completamente; los ojos lo veían, el cuerpo lo sentía y el cerebro estaba alerta sin pensamiento alguno. La conversación no era demasiado seria, y en medio de esta atmósfera incidental estaba ocurriendo algo tremendo. Permaneció con uno en el momento de ir a acostarse y prosiguió como un susurro durante la noche. No hay experiencia de ello; está simplemente ahí, con su ímpetu incontenible y su bendición. Para que algo sea experimentado debe haber un experimentador, pero cuando no lo hay existe un fenómeno por completo diferente. No hay aceptación de ello ni rechazo; está simplemente ahí, como un hecho. Este hecho no se hallaba relacionado con cosa alguna ni en el pasado ni en el futuro, y el pensamiento no podía establecer ninguna comunicación con él; carecía de valor en términos de utilidad o provecho, nada podía obtenerse de él. Pero estaba ahí, y por su misma existencia había amor, belleza, inmensidad. Sin efe hecho, nada hay. Sin la lluvia, la tierra perecería…





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