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viernes, 8 de enero de 2016

El arte de ‘mirar’ sin miedo



De “El vuelo del águila”

Pláticas de Jiddu Krishnamurti en países europeos.


…Recuerdo que una vez -si se me permite relatar un caso que sirve de ejemplo- un hombre muy rico vino a vernos y dijo: “Soy muy, muy serio, y estoy interesado en lo que usted dice y deseo resolver todo mi ‘esto y lo de más allá’…” -ustedes saben, las tonterías de que habla la gente.
Le dije: “muy bien, señor, investiguemos eso”, y hablamos. Volvió varias veces, y después de la segunda semana vino y me dijo: “tengo sueños horribles, espantosos, y me parece ver que todo lo que me rodea desaparece, que todas las cosas se van”…; y añadió: “probablemente eso es el resultado de inquirir dentro de mí mismo y veo el peligro que eso representa”. Desde entonces, no volvió más.
Todos queremos estar a salvo, seguros en nuestro pequeñito mundo el mundo del “orden bien establecido” que es desorden, el mundo de nuestras relaciones particulares que no deseamos que se perturben -la excluyente y estrecha relación entre marido y mujer, en la que hay desdicha, desconfianza, temor, peligro, celos, ira, dominio...
Existe una manera de mirar dentro de nosotros mismos sin miedo, sin peligro; es el mirar sin condenación ni justificación, simplemente el mirar, sin interpretar, sin juzgar, sin evaluar. Para ello la mente ha de estar ansiosa de aprender mediante la observación de lo que realmente ‘es’. ¿Qué peligro hay en “lo que es”? Los seres humanos son violentos; eso es en realidad “lo que es”, y el peligro que han provocado en el mundo es el efecto de esta violencia, es el resultado del miedo. ¿Qué hay de peligroso en observarlo y en tratar de extirpar completamente ese miedo, de tal manera que podamos crear una sociedad diferente con diferentes valores?
Hay gran belleza en la observación, en ver las cosas como son, psicológica, internamente; lo cual no quiere decir que uno acepte las cosas como son, ni tampoco que las rechace o desee alterar “lo que es”, porque la misma percepción de “lo que es” genera su propia mutación. Pero uno debe conocer el arte de “mirar” y el arte de “mirar” nunca es introspectivo o analítico, sino que consiste, simplemente, en observar, sin opción alguna…


Más allá del pensamiento...



Del “Diario n°1”,  de Jiddu Krishnamurti.

Día  13-10-1961.-  

El cielo es claro, el pequeño bosque al otro lado del camino está lleno de luz y sombras. Temprano en la mañana, antes de que el sol surgiera sobre la colina, cuando el amanecer todavía estaba sobre la tierra y no había automóviles subiendo por la ladera, la meditación era inagotable. El pensamiento siempre es limitado, no puede ir muy lejos porque está arraigado en la memoria, y cuando va lejos se torna meramente especulativo, imaginativo, carente de validez. El pensamiento no puede encontrar lo que está más allá de sus propias fronteras de tiempo; el pensamiento está atado al tiempo. El pensamiento desenredándose a sí mismo, desembarazándose de la red de su propia hechura, no es el movimiento total de la meditación. El pensamiento en conflicto consigo mismo no es meditación; la meditación es el cese del pensamiento y el comienzo de lo nuevo. El sol trazaba diseños sobre la pared, los automóviles venían remontando la colina y pronto los obreros estarían silbando y cantando en la nueva construcción al otro lado del camino.
El cerebro no tiene descanso, es un instrumento asombrosamente sensible. Está siempre recibiendo impresiones, interpretándolas, almacenándolas; jamás se halla quieto, ni cuando está despierto ni cuando duerme. Su preocupación es la supervivencia y la seguridad, las heredadas respuestas animales; sobre las bases de éstas se construyen sus astutas invenciones internas y externas; sus dioses, sus virtudes, sus moralidades son sus defensas; sus ambiciones, deseos, compulsiones y adaptaciones son los instintos de supervivencia y seguridad. Siendo altamente sensible, el cerebro con su maquinaria del pensamiento comienza a cultivar el tiempo, los ayeres, el hoy y los múltiples mañanas; esto le brinda una oportunidad de postergación y realización; la postergación, el ideal y la realización son su propia continuidad. Pero en esto siempre hay dolor; de esto deriva el escape hacia la creencia, el dogma, la actividad y las múltiples formas de entretenimiento, incluidos los rituales religiosos. Pero siempre está la muerte con su temor; el pensamiento busca entonces bienestar y escape en creencias racionales e irracionales, en esperanzas, en conclusiones. Las palabras y las teorías se vuelven pasmosamente importantes, se vive en función de ellas y se construye toda la estructura de la existencia sobre los sentimientos que despiertan dichas palabras y conclusiones.
El cerebro y su pensamiento funcionan en un nivel muy superficial, por muy profundamente que el pensamiento pueda creer que ha viajado. Porque el pensamiento, por mucho que haya experimentado, por hábil y erudito que sea, es superficial. El cerebro y sus actividades constituyen un fragmento de la totalidad de la vida; el fragmento se ha vuelto completamente importante para sí mismo y para su relación con otros fragmentos. Esta fragmentación y las contradicciones que engendra constituyen su misma existencia; el pensamiento no puede comprender la totalidad, y cuando intenta formular la totalidad de la vida, él únicamente puede pensar en términos de opuestos y reacciones que tan sólo engendran conflicto, confusión y desdicha.
El pensamiento jamás puede comprender o formular la totalidad de la vida. Sólo cuando el cerebro y su pensamiento están completamente quietos, no dormidos ni drogados por la disciplina, la compulsión o la hipnosis; sólo entonces, existe la lúcida percepción de ‘lo total’. El cerebro, que es tan asombrosamente sensible, puede permanecer inmóvil, inmóvil en su sensibilidad, amplia y profundamente atento pero completamente quieto. Cuando el tiempo y su medida cesan, sólo entonces existe lo total, lo incognoscible.







miércoles, 6 de enero de 2016

Meditación: Un fuego sin tiempo…



12-10-1961.-  (Del “Diario n°1”,  de Krishnamurti)

El cielo estaba amarillo con el sol poniente, y el oscuro ciprés y el gris olivo eran sobrecogedoramente hermosos; más abajo, el sinuoso río se veía dorado. Era un anochecer espléndido, pleno de luz y silencio. Desde esa altura uno podía ver la ciudad en el valle, la cúpula y el hermoso campanario, y el río que atravesaba en curvas la ciudad. Bajando la pendiente y los escalones, uno sentía la gran belleza del anochecer; había poca gente, y los excéntricos, bulliciosos turistas, habían pasado temprano por allí, siempre parloteando, tomando fotos y escasamente viendo cosa alguna. El aire estaba perfumado, y a medida que el sol se ponía, el silencio se tornaba profundo, rico e insondable. Sólo desde este silencio existe el ‘ver’, el verdadero ‘escuchar’, y desde este silencio advino la meditación, aunque el pequeño automóvil descendía ruidosamente la curva carretera dando innumerables topetazos. Había dos pinos romanos contra el cielo amarillento y, aunque uno los había visto a menudo con anterioridad, era como si nunca hubieran sido vistos; la colina suavemente inclinada era de un gris plateado por la presencia del olivo, y en todas partes se veía el oscuro ciprés solitario…
 La meditación era explosiva, no algo cuidadosamente planeado, tramado y preparado con un determinado propósito. Era una explosión que no dejaba ningún remanente del pasado. Ella hacia estallar el tiempo, y el tiempo ya nunca más necesitaba detenerse. En esta explosión todo era sin sombra, y ver sin sombra es ver más allá del tiempo. Era un anochecer maravilloso, pleno de humor y espacio. La ciudad ruidosa con sus luces y el tren que corría suavemente, se hallaban dentro de este vasto silencio cuya belleza estaba en todas partes.
El tren, yendo hacia el sur [de regreso a Roma] estaba atestado con muchísimos turistas y hombres de negocios; fumaban sin cesar y comieron pesadamente cuando se sirvió la comida. El campo estaba hermoso, lavado por la lluvia, fresco, y no se veía una nube en el cielo. Sobre las colinas había antiguos pueblos amurallados, y el lago de tantos recuerdos estaba azul, sin una sola onda; el rico país cedía al suelo pobre y árido, y las granjas parecían menos prósperas, los pollos estaban más flacos, no había ganado en los alrededores y se veían pocas ovejas. El tren corría velozmente, tratando de recuperar el tiempo que había perdido. Era un día maravilloso, y ahí, en ese compartimento lleno de humo, con pasajeros que apenas si miraban hacia afuera por la ventanilla, ahí estaba «lo otro»(1). Toda esa noche estuvo ahí con tanta intensidad que el cerebro sentía su presión. Era como si en el centro mismo de toda la existencia ello estuviera operando en su pureza e inmensidad. El cerebro observaba, como estaba observando la escena que pasaba velozmente, y en este mismo acto él fue más allá de sus propias limitaciones. Y durante la noche, en singulares momentos, el meditar era un fuego de explosión.



      1-Lo Otro”: Esta denominación, como también “Aquello” o “Ello”,  eran términos utilizados por Krishnamurti para referirse a “la bendición de lo desconocido”, ‘la esencia’, o también: “lo atemporal”.
No lo nombraba de ninguna manera que pudiese ser ‘cristalizado’ por el pensamiento, es decir, reducido a un mero símbolo mental…