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miércoles, 4 de mayo de 2016

Un hálito de inmensidad… (Krishnamurti)


Vivencias narradas por J. Krishnamurti en su “Diario n°1”

Día 21-10-1961.-  

Las palmeras se mecían con gran dignidad, inclinándose placenteramente ante la brisa marina que venia del oeste; parecían tan distantes de la ciudad ruidosa y atestada. Se veían oscuras contra el cielo crepuscular; sus troncos eran altos y bien formados, finos a fuerza de muchos años de paciente trabajo; esas palmeras dominaban el anochecer de las estrellas y el cálido mar. Casi tendían sus palmas para recibirlo a uno, para arrebatarlo de la sórdida calle, pero la brisa vespertina se las llevaba para llenar el cielo con su movimiento. La calle estaba atestada; nunca estaría limpia, demasiada gente había escupido sobre ella; habían ensuciado sus paredes con los anuncios de los últimos filmes; las habían embadurnado con los nombres de aquellos a quienes uno debía otorgar su voto, con los símbolos partidarios; era una calle sórdida aun cuando fuera una de las arterias principales de la ciudad; pasaban autobuses mugrientos; los taxis lo aturdían a uno con sus bocinazos y parecía que por ahí habían transitado muchos perros. Un poco más lejos estaban el mar y el sol poniente, que era una roja bola de fuego; había sido un día abrasador y el sol enrojecía el mar y las escasas nubes. No había una sola onda en el mar, pero éste se veía inquieto y sombrío. Hacía demasiado calor para que fuera un anochecer agradable y la brisa parecía haber olvidado su encanto. A lo largo de la sórdida calle, con la gente empujándolo a uno, la meditación era la misma esencia de la vida. El cerebro, tan delicado y vigilante, estaba completamente quieto, observando las estrellas, atento a la gente, a los olores, al ladrido de los perros… Una solitaria hoja amarilla cayó sobre la sucia carretera y el automóvil que pasaba la destruyó; estaba tan llena de color y belleza y fue destruida tan fácilmente.
Mientras uno caminaba por la calle bordeada de unas pocas palmeras, «lo otro»(1)  advino como una ola que purificaba y fortalecía; estaba ahí como un perfume, como un hálito de inmensidad. No era un sentimiento, una ficción engendrada por la ilusión o por la fragilidad del pensamiento; estaba ahí, distinto y claro, sin confusión posible, sin vacilación, definido, preciso. Estaba ahí, una cosa sagrada, y nada podía alcanzarla, nada podía quebrar su finalidad. El cerebro era consciente de la proximidad de los autobuses que pasaban, de la calle húmeda y del chillido de los frenos; se daba cuenta de todas estas cosas y, más allá, del mar; pero el cerebro no tenía relación con ninguna de estas cosas; estaba completamente vacío, sin raíces de ninguna clase, vigilando, observando desde esta vacuidad. «Lo otro» presionaba sobre él con aguda urgencia. Ello no era un sentimiento, una sensación, sino algo tan real como el hombre que estaba llamando. No era una emoción que cambia, que varia y continúa, y el pensamiento no podía alcanzarlo… Estaba ahí con la determinación de la muerte que ningún pensamiento podría disuadir. Como no tenía raíces ni relación alguna con nada, nada podía contaminarlo; era indestructible…




1- “Lo otro”: Krishnayi llamaba de esa manera a ‘lo inconmensurable’, “Aquello” que está más allá del pensamiento, “Eso” que es insondable presencia de paz y bendición.