Del “Diario n°1”
De J. Krishnamurti
31 de octubre
de 1961.-
Era
un bello atardecer; el aire era puro, los cerros de color azul, violeta y
púrpura oscuro; los campos de arroz disponían de agua en abundancia y lucían un
color vivo que variaba del verde claro a un metálico y centellante verde
intenso; algunos árboles ya se habían recogido para la noche, oscuros y
silenciosos, mientras que otros aun permanecían abiertos reteniendo la luz del
día. Las nubes eran negras sobre las colinas del oeste, y al norte y este
reflejaban en plenitud la luz del sol que se había puesto tras de los cerros
que ahora eran de un denso tono morado. No había nadie en el camino, los pocos
que pasaron lo hicieron en silencio, y ya no se vela un trozo de cielo azul;
las nubes se estaban reuniendo para la noche. Sin embargo, todo parecía estar despierto,
las rocas, el lecho seco del río, los arbustos en la luz moribunda. La
meditación, a lo largo de ese silencioso y desierto camino, llegó como una
suave lluvia sobre los cerros; vino tan fácilmente, tan naturalmente como la
noche cercana. No había esfuerzo de ninguna clase ni control con sus
concentraciones y distracciones; no había un ordenar ni un perseguir; no
existía en la meditación un negar o un aceptar, ni continuidad alguna de la
memoria. El cerebro permanecía atento a cuanto lo rodeaba, pero silencioso, sin
réplica, despreocupado pero reconociéndolo todo sin reaccionar. Estaba muy
quieto y las palabras se habían desvanecido junto con el pensamiento. Se
hallaba presente esa extraña energía -puede llamársela por cualquier otro
nombre, ello no tiene importancia alguna-, una energía profundamente activa,
sin objeto ni propósito; esa energía era creación, creación sin lienzo y sin
mármol, y era también destrucción; no era el producto del cerebro humano, de la
expresión y la decadencia. Era inaccesible, no podía ser clasificada y
analizada, y el pensamiento y el sentimiento no son los instrumentos para su
comprensión. No tenía absolutamente ninguna relación con nada; estaba
totalmente sola en su vastedad e inmensidad. Y mientras uno avanzaba por ese
camino que se iba oscureciendo, había el éxtasis de lo imposible; no del logro,
del llegar, del éxito y todas esas inmaduras urgencias y respuestas, sino la
profunda y vasta soledad de lo imposible. Lo posible es mecánico y lo imposible
puede ser contemplado, tanteado y tal vez alcanzado, lo cual a su vez lo torna
mecánico. Pero el éxtasis no tenía causa ni razón. Estaba simplemente ahí, no
como una experiencia sino como un hecho, no para ser aceptado o negado, ni para
ser discutido o disecado. No era una cosa que pudiera buscarse, porque no hay
sendero que conduzca hacia ella. Todo tiene que morir para que ella sea;
muerte, destrucción, vale decir, amor.
Un
pobre, agotado trabajador con ropas sucias y rasgadas, volvía al hogar con su
vaca esquelética.
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