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viernes, 30 de diciembre de 2016

La sensibilidad


Krishnamurti. “Diario n°1”.

                Día 25 de octubre de 1961.

La sensibilidad es por completo diferente del refinamiento; la sensibilidad es un estado integral, el refinamiento siempre es parcial. No hay sensibilidad parcial; o ella es el estado de la totalidad del propio ser, de la conciencia total, o no existe en absoluto.
La sensibilidad no es para ser acumulada poco a poco; no se la puede cultivar; no es el resultado de la experiencia y el pensamiento, no es un estado emocional. Tiene la cualidad de la precisión, sin la sugestión del romanticismo y de la fantasía. Sólo quien es sensible puede enfrentarse a lo real sin escapar hacia toda dase de confusiones, opiniones y evaluaciones. Únicamente aquel que es sensible puede estar solo, y esta madura soledad interna es destructiva. Esta sensibilidad está despojada de todo placer y, por tanto, tiene austeridad, no la austeridad del deseo y la voluntad sino la del ver y comprender.
En el refinamiento hay placer; el refinamiento está relacionado con la educación, la cultura, el medio; su curso es interminable y es el resultado de la opción, el conflicto y el dolor, y siempre está aquel que opta, el que se refina, el que censura. Y así es como siempre existen el conflicto, la contradicción, el dolor. El refinamiento lleva a aislarse, a apartarse mediante el encierre en uno mismo, conduce a la separación que engendran el intelecto y el conocimiento. Es una actividad egocéntrica, por iluminada que pueda estar estética y moralmente. Hay una gran satisfacción en el proceso del refinamiento, pero sin el júbilo de lo profundo; es superficial y mezquino, sin mayor significación.
El refinamiento y la sensibilidad son dos cosas diferentes: una conduce a la muerte que aísla y la otra a la vida que no tiene fin.









jueves, 22 de diciembre de 2016

Oro candente…

Jiddhu Krishnamurti

Día 25-10-1961.-  (“Diario n°1, de Jiddu Krishnamurti).

Hay una hierba de largo tallo, alguna clase de maleza silvestre que crece en el jardín y que tiene una florescencia plumosa, oro candente que destella en la brisa inclinándose hasta quebrarse, pero sin romperse jamás salvo bajo un viento fuerte. Hay un grupo de estas malezas color beige dorado, y cuando la brisa sopla las hace danzar; cada tallo tiene su propio ritmo, su propio esplendor, y son como una ola cuando se mecen todos juntos; entonces el color, a la luz del atardecer, es indescriptible; es el color del crepúsculo, de la tierra de los cerros dorados y de las nubes. Las flores contiguas son demasiado definidas, demasiado toscas, y exigen que uno las mire. Estas hierbas silvestres poseen una extraña delicadeza; tienen un tenue aroma a trigo y a tiempos antiguos; son fuertes y puras, plenas de vida en abundancia. Pasaba cerca una nube crepuscular llena de luz mientras el sol descendía tras del oscuro cerro. La lluvia había dado a la tierra un grato olor y el aire era agradablemente fresco. Llegaban las lluvias y la tierra estaba expectante.
Ello ocurrió de pronto, al regresar a la habitación; estaba ahí, con una acogedora bienvenida, totalmente inesperado. Uno había entrado sólo para volver a salir; habíamos estado conversando sobre diversas cosas, ninguna demasiado seria. Fue una conmoción y una sorpresa encontrarse con la bienvenida de «lo otro» en la habitación; estaba aguardando ahí con tan clara invitación que parecía vana una disculpa. En varias oportunidades, muy lejos de aquí, en Wimbledon, bajo algunos árboles y a lo largo de un sendero que muchísimos transitaban, ello había estado aguardando en un recodo del camino; con asombro uno permanecía ahí, cerca de aquellos árboles, completamente abierto, vulnerable, sin habla, sin un solo movimiento. No era una fantasía, una ilusión autoproyectada; la otra persona que para ese entonces se encontraba allí también lo percibió. Ello se presentó ahí en distintas ocasiones, con una bienvenida de amor que todo lo abarcaba, y era algo completamente increíble; cada vez tenía una nueva cualidad, una nueva belleza, una nueva austeridad. Y así era en esta habitación, algo totalmente nuevo y absolutamente inesperado. Era belleza que aquietaba la mente entera y dejaba el cuerpo sin un solo movimiento, tornando a la mente, al cerebro y al cuerpo intensamente alertas y sensibles; ello hacia estremecer al cuerpo, y en unos pocos minutos «lo otro», con su acogedora bienvenida, había desaparecido tan velozmente como había llegado. Ningún pensamiento, ninguna emoción caprichosa podría jamás suscitar un acontecimiento semejante; el pensamiento es mezquino, haga lo que haga, y el sentimiento es muy frágil y engañoso; ninguno de ellos, en sus más disparatados empeños, podría fabricar estos sucesos. Son inmensurablemente grandes, demasiado inmensos en su fuerza y pureza para el pensamiento o el sentimiento; éstos tienen raíces y aquellos no tienen ninguna. No son para que se les invite o retenga; el pensamiento y el sentimiento pueden jugar toda clase de tretas hábiles e imaginativas, pero no pueden inventar ni contener «lo otro». Ello existe por si mismo y nada puede alcanzarlo.





Un éxtasis inesperado… (Krishnamurti)



Krishnamurti, “Diario n°1”

Día 24-10-1961.-   

La luna estaba llegando exactamente sobre los cerros, atrapada en una larga nube serpentina que le daba una fantástica forma. Estaba enorme, empequeñecía a los cerros, a la tierra con sus verdes pastizales. Allí donde ella iba surgiendo, el cielo se tornaba más claro y había menos nubes; pero pronto desapareció entre los oscuros nubarrones cargados de lluvia. Comenzó a lloviznar y la tierra estaba contenta; aquí no llueve mucho y cada gota tiene valor; la gran higuera y el tamarindo y el mango disputarían a causa de ello, pero las plantas pequeñas y la siembra de arroz se regocijaban aún con una lluvia tan escasa. Infortunadamente, incluso las pocas gotas cesaron y pronto la luna brilló en un cielo claro. En la costa estaba lloviendo furiosamente, pero aquí donde la lluvia era indispensable, las nubes cargadas pasaban de largo. Era un hermoso anochecer y había sombras oscuras y profundas de múltiples diseños. La luna brillaba intensamente, las sombras estaban muy quietas y las hojas recién lavadas centelleaban. Mientras uno iba paseando y conversando, la meditación proseguía bajo las palabras y la belleza de la noche. Proseguía a una gran profundidad fluyendo hacia adentro y hacia afuera; era un movimiento que estallaba y se expandía. Uno se daba cuenta de ello; ocurría; no era algo que uno estuviera experimentando, el experimentar limita; ello tenía lugar, sucedía sin la participación de uno; el pensamiento no podía compartirlo porque el pensamiento, en cualquiera de sus formas, es una cosa muy vana y mecánica; ni la emoción podía enredarse en ello; era algo demasiado perturbadoramente activo para ambos. Estaba ocurriendo a una profundidad tan desconocida que no existía medida posible para ella. Pero había una gran quietud… Era algo muy sorprendente y nada común. Las hojas oscuras brillaban y la luna había trepado bien alto; estaba del lado occidental e inundaba la habitación. Faltaban aún muchas horas para el amanecer y no se escuchaba un sonido; hasta los perros de la aldea habían callado con sus penetrantes ladridos. Al despertar, ello estaba ahí, con claridad y precisión; estaba ahí «lo Otro», y era necesario despertar, no dormir; fue algo deliberado para que uno advirtiera lo que estaba sucediendo, para que hubiera plena y lúcida conciencia respecto de lo que ocurría. Dormido, ello podría haber sido un sueño, una insinuación del inconsciente, una treta del cerebro; pero al estar totalmente despierto, «lo otro», esta cosa extraña e incognoscible, era una palpable realidad, un hecho y no una ilusión o un sueño. Tenia una cualidad -si es que tal palabra puede aplicársele- de levedad e impenetrable fuerza. Incluso estas palabras poseen cierto significado definido y comunicable, pero pierden todo sentido cuando «lo otro» tiene que comunicarse en palabras; las palabras son símbolos pero ningún símbolo puede jamás transmitir la realidad. Ello estaba ahí, con un poder tan incorruptible, tan inaccesible que nada podía destruirlo. Uno puede acercarse a algo con lo que está familiarizado, uno debe conocer el mismo idioma para poder comunicarse, tiene que haber alguna clase de proceso del pensamiento, verbal o no verbal; sobre todo tiene que haber mutuo reconocimiento. No había nada de eso. Uno puede decir: es esto o es aquello, es tal o cual cualidad, pero en el momento en que ello tenía lugar no había verbalización porque el cerebro estaba completamente silencioso, sin movimiento alguno del pensar. «Lo otro» no está relacionado con nada, y todo pensamiento, toda existencia es un proceso de causa-efecto; por consiguiente, no había relación alguna con ello ni había comprensión de ello. Era una llama inaccesible y uno sólo podía mirarla y guardar su distancia. Y al despertar, súbitamente, eso estaba ahí. Y con eso adivino un éxtasis inesperado, un júbilo sin razón alguna; no había causa para ello, porque en ningún momento había sido buscado ni perseguido. Este éxtasis estaba ahí al despertar otra vez a la hora habitual, y continuó por un largo período de tiempo.


lunes, 19 de diciembre de 2016

Viendo desde el Vacío…


Vivencias narradas por J. Krishnamurti en su “Diario n°1”

Día 23-10-1961.- 

La completa quietud del cerebro es una cosa extraordinaria; en esa quietud el cerebro es altamente sensible, vigoroso, lleno de vida, consciente de cada movimiento externo, pero se halla completamente abierto, libre de cualquier estorbo, sin ningún deseo secreto, sin perseguir nada; está quieto y, por tanto, no existe conflicto alguno, el cual es esencialmente un estado de contradicción. Está completamente quieto en el vacío; esta vacuidad no es un estado de carencia, de mente en blanco; es energía que no tiene un centro, que no tiene un límite. Bajando por la apiñada calle, sórdida y maloliente, en medio del rugir de los autobuses, el cerebro estaba atento a las cosas que lo rodeaban, y el cuerpo caminaba, sensible a los olores, a la suciedad, a los sudorosos obreros, pero no había un centro desde el cual tuviera lugar una observación, un dirigir, un censurar las cosas. Durante toda esa milla y al regresar, el cerebro estuvo sin un solo movimiento que significara pensar o sentir; el cuerpo se fatigaba, poco acostumbrado a la humedad y al espantoso calor reinante pese a que el sol se había puesto cierto tiempo atrás. Era un fenómeno extraño, aun cuando ya hubiera ocurrido antes algunas veces. Uno nunca puede habituarse a ninguna de estas cosas, porque no es algo que pertenezca al hábito o al deseo. Ello es siempre sorprendente después que ha pasado. En el atestado avión [a Madrás] hacia calor y aun a aquella altura, unos ocho mil pies, parecía que jamás iría a refrescar.
En ese avión matinal, súbitamente y del modo más inesperado, advino «lo otro». Ello nunca es igual, es siempre nuevo, imprevisto; lo más extraño al respecto es que el pensamiento no puede volver a ello, reconsiderarlo, examinarlo deliberadamente. La memoria no interviene en eso, porque cada vez que ocurre es tan totalmente nuevo e inesperado que no deja tras de sí ningún recuerdo. Por ser un acontecimiento completo y total, no se graba en la memoria para registrarse como un recuerdo Así, siempre es nuevo, joven, imprevisto. Llegó acompañado de una extraordinaria belleza, no a causa de la forma fantástica de las nubes o por la luz que éstas contenían, ni por el cielo tan infinitamente delicado y azul; no había razón ni causa para su increíble belleza y por eso era bello. Era la esencia, no la de todas las cosas que han sido producidas y a las que se ha dado forma para que se las sienta y se las vea, sino la esencia de toda la vida que ha sido, es y será, la vida sin tiempo. Ello estaba ahí y era el frenesí de la belleza.
El pequeño automóvil volvía a su valle, lejos de las ciudades y las civilizaciones; saltaba por caminos accidentados llenos de baches, tomaba agudas curvas gimiendo, crujiendo, pero seguía adelante; no era un auto viejo, pero había sido descuidadamente montado; olía a petróleo y aceite, pero corría de vuelta al hogar, tan rápido como le era posible, sobre caminos pavimentados y sin pavimentar. La tierra estaba hermosa, había llovido recientemente, la noche anterior. Los árboles rebosaban de verdes y brillantes hojas -el tamarindo, la gran higuera y otros innumerables árboles; se veían muy vitales, frescos y jóvenes pese a que algunos de ellos debían ser muy viejos. Estaban ahí los cerros y la tierra roja; no eran cerros impresionantes sino suaves y antiguos, algunos de ellos los más antiguos de la tierra, y a la luz del anochecer se veían con ese azul añejo que sólo determinados cerros suelen tener. Algunos eran rocosos y estaban desnudos, otros tenían arbustos achaparrados y en unos pocos había unos cuantos árboles, pero se mostraban benévolos y amistosos como si hubieran visto todo el dolor del mundo. Y la tierra a sus pies era roja; las lluvias la habían tornado más roja aún; no era el rojo de la sangre o el del sol o el de algún tinte fabricado por el hombre; era rojo, el color que contenía todos los rojos; había en él claridad y pureza, y el verde resaltaba sobrecogedor en contraste con ese rojo. Era un hermoso anochecer y estaba refrescando porque el valle se encontraba a cierta altura.
En medio de la luz crepuscular y de los cerros que se tomaban más azules y del rojo cada vez más vivo de la tierra, «lo otro» advino silenciosamente acompañado de una bendición. Ello es maravillosamente nuevo cada vez, y sin embargo es lo mismo. Era inmenso en su fuerza, la fuerza de la destrucción y la vulnerabilidad. Llegó con tanta plenitud, y en un instante había desaparecido; fue un instante más allá de todo tiempo. El día había sido agotador pero el cerebro se hallaba extrañamente alerta, viendo sin el observador; viendo no con la experiencia sino desde el vacío.