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jueves, 22 de diciembre de 2016

Oro candente…

Jiddhu Krishnamurti

Día 25-10-1961.-  (“Diario n°1, de Jiddu Krishnamurti).

Hay una hierba de largo tallo, alguna clase de maleza silvestre que crece en el jardín y que tiene una florescencia plumosa, oro candente que destella en la brisa inclinándose hasta quebrarse, pero sin romperse jamás salvo bajo un viento fuerte. Hay un grupo de estas malezas color beige dorado, y cuando la brisa sopla las hace danzar; cada tallo tiene su propio ritmo, su propio esplendor, y son como una ola cuando se mecen todos juntos; entonces el color, a la luz del atardecer, es indescriptible; es el color del crepúsculo, de la tierra de los cerros dorados y de las nubes. Las flores contiguas son demasiado definidas, demasiado toscas, y exigen que uno las mire. Estas hierbas silvestres poseen una extraña delicadeza; tienen un tenue aroma a trigo y a tiempos antiguos; son fuertes y puras, plenas de vida en abundancia. Pasaba cerca una nube crepuscular llena de luz mientras el sol descendía tras del oscuro cerro. La lluvia había dado a la tierra un grato olor y el aire era agradablemente fresco. Llegaban las lluvias y la tierra estaba expectante.
Ello ocurrió de pronto, al regresar a la habitación; estaba ahí, con una acogedora bienvenida, totalmente inesperado. Uno había entrado sólo para volver a salir; habíamos estado conversando sobre diversas cosas, ninguna demasiado seria. Fue una conmoción y una sorpresa encontrarse con la bienvenida de «lo otro» en la habitación; estaba aguardando ahí con tan clara invitación que parecía vana una disculpa. En varias oportunidades, muy lejos de aquí, en Wimbledon, bajo algunos árboles y a lo largo de un sendero que muchísimos transitaban, ello había estado aguardando en un recodo del camino; con asombro uno permanecía ahí, cerca de aquellos árboles, completamente abierto, vulnerable, sin habla, sin un solo movimiento. No era una fantasía, una ilusión autoproyectada; la otra persona que para ese entonces se encontraba allí también lo percibió. Ello se presentó ahí en distintas ocasiones, con una bienvenida de amor que todo lo abarcaba, y era algo completamente increíble; cada vez tenía una nueva cualidad, una nueva belleza, una nueva austeridad. Y así era en esta habitación, algo totalmente nuevo y absolutamente inesperado. Era belleza que aquietaba la mente entera y dejaba el cuerpo sin un solo movimiento, tornando a la mente, al cerebro y al cuerpo intensamente alertas y sensibles; ello hacia estremecer al cuerpo, y en unos pocos minutos «lo otro», con su acogedora bienvenida, había desaparecido tan velozmente como había llegado. Ningún pensamiento, ninguna emoción caprichosa podría jamás suscitar un acontecimiento semejante; el pensamiento es mezquino, haga lo que haga, y el sentimiento es muy frágil y engañoso; ninguno de ellos, en sus más disparatados empeños, podría fabricar estos sucesos. Son inmensurablemente grandes, demasiado inmensos en su fuerza y pureza para el pensamiento o el sentimiento; éstos tienen raíces y aquellos no tienen ninguna. No son para que se les invite o retenga; el pensamiento y el sentimiento pueden jugar toda clase de tretas hábiles e imaginativas, pero no pueden inventar ni contener «lo otro». Ello existe por si mismo y nada puede alcanzarlo.





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