Del “Diario n°1”, de Jiddu
Krishnamurti.
Día 13-10-1961.-
El
cielo es claro, el pequeño bosque al otro lado del camino está lleno de luz y
sombras. Temprano en la mañana, antes de que el sol surgiera sobre la colina,
cuando el amanecer todavía estaba sobre la tierra y no había automóviles
subiendo por la ladera, la meditación era inagotable. El pensamiento siempre es
limitado, no puede ir muy lejos porque está arraigado en la memoria, y cuando
va lejos se torna meramente especulativo, imaginativo, carente de validez. El
pensamiento no puede encontrar lo que está más allá de sus propias fronteras de
tiempo; el pensamiento está atado al tiempo. El pensamiento desenredándose a sí
mismo, desembarazándose de la red de su propia hechura, no es el movimiento
total de la meditación. El pensamiento en conflicto consigo mismo no es meditación;
la meditación es el cese del pensamiento y el comienzo de lo nuevo. El sol
trazaba diseños sobre la pared, los automóviles venían remontando la colina y
pronto los obreros estarían silbando y cantando en la nueva construcción al
otro lado del camino.
El
cerebro no tiene descanso, es un instrumento asombrosamente sensible. Está
siempre recibiendo impresiones, interpretándolas, almacenándolas; jamás se
halla quieto, ni cuando está despierto ni cuando duerme. Su preocupación es la
supervivencia y la seguridad, las heredadas respuestas animales; sobre las
bases de éstas se construyen sus astutas invenciones internas y externas; sus
dioses, sus virtudes, sus moralidades son sus defensas; sus ambiciones, deseos,
compulsiones y adaptaciones son los instintos de supervivencia y seguridad.
Siendo altamente sensible, el cerebro con su maquinaria del pensamiento
comienza a cultivar el tiempo, los ayeres, el hoy y los múltiples mañanas; esto
le brinda una oportunidad de postergación y realización; la postergación, el ideal
y la realización son su propia continuidad. Pero en esto siempre hay dolor; de
esto deriva el escape hacia la creencia, el dogma, la actividad y las múltiples
formas de entretenimiento, incluidos los rituales religiosos. Pero siempre está
la muerte con su temor; el pensamiento busca entonces bienestar y escape en
creencias racionales e irracionales, en esperanzas, en conclusiones. Las
palabras y las teorías se vuelven pasmosamente importantes, se vive en función de
ellas y se construye toda la estructura de la existencia sobre los sentimientos
que despiertan dichas palabras y conclusiones.
El
cerebro y su pensamiento funcionan en un nivel muy superficial, por muy
profundamente que el pensamiento pueda creer que ha viajado. Porque el
pensamiento, por mucho que haya experimentado, por hábil y erudito que sea, es
superficial. El cerebro y sus actividades constituyen un fragmento de la
totalidad de la vida; el fragmento se ha vuelto completamente importante para
sí mismo y para su relación con otros fragmentos. Esta fragmentación y las
contradicciones que engendra constituyen su misma existencia; el pensamiento no
puede comprender la totalidad, y cuando intenta formular la totalidad de la
vida, él únicamente puede pensar en términos de opuestos y reacciones que tan
sólo engendran conflicto, confusión y desdicha.
El
pensamiento jamás puede comprender o formular la totalidad de la vida. Sólo
cuando el cerebro y su pensamiento están completamente quietos, no dormidos ni
drogados por la disciplina, la compulsión o la hipnosis; sólo entonces, existe
la lúcida percepción de ‘lo total’. El cerebro, que es tan asombrosamente
sensible, puede permanecer inmóvil, inmóvil en su sensibilidad, amplia y
profundamente atento pero completamente quieto. Cuando el tiempo y su medida
cesan, sólo entonces existe lo total, lo incognoscible.
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