Cierto
hombre santo aceptó un discípulo y le dijo: “Sería bueno que intentaras escribir todo lo que comprendes sobre la
vida religiosa y lo que te ha llevado a ella”.
El discípulo se fue y comenzó a
escribir. Un año más tarde volvió al Maestro y dijo: “He trabajado duramente en esto, y aunque dista mucho de estar completo,
éstas son las principales razones de mi lucha”.
El Maestro leyó la obra –muchos
miles de palabras- y luego dijo al joven: “Está
admirablemente razonado y claramente expuesto, pero es un poco largo. Trata de
acortarlo un poco”. Así que el novicio se fue y, después de cinco años,
volvió con solamente cien páginas.
El Maestro sonrió, y después de
haberlo leído le dijo: “Ahora te estás
aproximando verdaderamente al corazón de la cuestión. Tus pensamientos tienen
claridad y fuerza. Pero aún es un poco largo; intenta condensarlo, hijo mío”.
El novicio se fue muy triste, porque
había trabajado duramente para alcanzar la esencia. Pero volvió al cabo de diez
años, e inclinándose frente al Maestro le ofreció tan solo cinco páginas y
dijo: “Este es el núcleo de mi fe, el
centro de mi vida, y pido tus bendiciones por haberme llevado a ello”.
El Maestro lo leyó lenta y
cuidadosamente. “Es verdaderamente
maravilloso, en su simplicidad y belleza”, dijo, “pero aún no es perfecto. Intenta alcanzar una clarificación definitiva”.
Y cuando el Maestro, llegado el
tiempo señalado, estaba preparándose para su fin, el discípulo regresó de nuevo
y arrodillándose ante él para recibir sus bendiciones, le ofreció una sola hoja
de papel, en la que no había nada escrito.
Entonces el Maestro puso las manos
en la cabeza de su amigo y dijo:
“Ahora…, ahora has comprendido”
(Del libro: “El Sutra
del corazón”,
sutras del Budismo,
comentados por Osho)
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