(Del “Diario N°1”, de Krishnamurti)
27-08-1961 (1° parte)
El
torrente, al que se incorporaban otros pequeños torrentes, serpenteaba ruidoso
a través del valle, y el alboroto jamás era el mismo. Tenía sus propios estados
de humor, pero éstos nunca eran desagradables. Jamás un mal humor. Los
torrentes pequeños poseían una nota más aguda, había en ellos más rocas y
cantos rodados; tenían lugares profundos y tranquilos en la penumbra, y trechos
superficiales donde danzaban las sombras; y por la noche adquirían un sonido
por completo diferente, suave, dulce y vacilante. Descendían a través de
diferentes valles desde fuentes distintas, una mucho más lejana que la otra;
uno venía desde un glaciar y una sinuosa cascada, mientras que el otro debía
proceder de una fuente demasiado lejana como para llegar hasta ella caminando.
Ambos se unían al torrente más grande, el cual tenía un tono profundamente sereno,
grave, más dilatado y vívido. Los tres estaban totalmente bordeados por filas
de árboles y la línea curva de los árboles mostraba el lugar de donde provenían
estos torrentes y hacia donde iban; eran los ocupantes de los valles y todos
los demás eran extraños, incluso los árboles. Uno pudo observarlos por una hora
y escucharlos en su interminable parloteo; estaban muy alegres y divertidos,
aun el más grande, pese a tener que conservar cierta dignidad. Pertenecían a
las montañas, venían desde alturas de vértigo cercanas al cielo y así eran de
puros y nobles; no eran esnobs pero conservaban su lugar y se mantenían más
bien fríos y distantes. En la oscuridad de la noche, cuando pocos escuchaban,
tenían su propio canto. Era un canto compuesto por muchos cantos.
Cruzando
el puente, en lo alto del monte jaspeado por el sol, la meditación era una cosa
por completo diferente. Era un silencio sin esfuerzo, sin deseo ninguno, sin
búsqueda, sin requerimiento alguno del cerebro; los pajarillos se alejaban
gorjeando, las ardillas se perseguían sobre los árboles, la brisa jugueteaba
con las hojas y había silencio. El torrente pequeño, el que venía desde una
gran distancia, estaba más alegre que nunca y, no obstante, había silencio, no
afuera sino muy profundamente en lo interno. Había una completa quietud en la
totalidad de la mente, la cual no tenía límites. No era el silencio que existe
dentro de un espacio cercado, en un área que está dentro de los límites del
pensamiento y que entonces se reconoce como silencio. No había fronteras ni medidas
y, por lo tanto, el silencio no estaba contenido en la experiencia para ser
reconocido y guardado. Podría no volver a ocurrir jamás, y de hacerlo seria por
completo diferente. El silencio no puede repetirse a si mismo; sólo el cerebro
por medio de la memoria y los recuerdos puede repetir lo que ha sido, pero lo
que ha sido no es lo real.
La
meditación era esta ausencia total de una conciencia acumulada por el tiempo y
el espacio. El pensamiento, núcleo esencial de la conciencia, no puede, haga lo
que haga, producir ‘este silencio’; el cerebro con todas sus sutiles y
complicadas actividades debe aquietarse por su propia cuenta, sin la promesa de
ninguna recompensa o seguridad. Sólo entonces puede ser sensible, vivo y
silencioso. El cerebro que comprende sus propias actividades, las ocultas y las
visibles, es parte de la meditación; constituye el fundamento de la meditación;
sin eso la meditación es sólo autoengaño, autohipnosis, que carece en absoluto
de significación. Tiene que haber silencio para que tenga lugar la explosión
creadora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario