7-9-1961.- (Diario 1, de K.)
Qué
importante es para el cuerpo estar por un largo tiempo en un solo lugar; este
constante viajar, cambiar de clima, de casas, afecta al cuerpo; éste debe
adaptarse, y durante el periodo de adaptación nada muy «serio» puede ocurrir. Y
entonces uno debe partir otra vez… Todo esto significa una prueba para el
cuerpo. Pero esta mañana, al despertar temprano antes de que el sol se hubiera
levantado, cuando ya amanecía, y a pesar del cuerpo, ‘la fuerza’ estaba ahí con
su intensidad. Es curioso el modo en que el cuerpo reacciona a ‘ella’; éste
nunca ha sido perezoso, si bien a menudo se fatiga; pero esta mañana, aunque el
aire era frío, el cuerpo se tornó, o más bien quiso estar, activo. Es sólo
cuando el cerebro se halla quieto, no dormido o pesado sino sensible y alerta,
que «lo otro» puede presentarse. Ello fue algo enteramente inesperado esta
mañana, porque el cuerpo está adaptándose todavía al nuevo ambiente. (Se refiere a París, donde K.
había llegado hacía poco).
El
sol apareció en un cielo claro; uno no podía verlo porque se interponían muchas
chimeneas, pero su resplandor llenó el firmamento; y las flores sobre la
pequeña terraza parecieron cobrar vida y su color se tornó más brillante e
intenso. Era una bella mañana llena de luz y el cielo se tornó de un azul
maravilloso. La meditación incluía ese azul y esas flores; formaban parte de la
meditación, se movían a través de ella; no eran una distracción. No hay
distracción realmente, porque la meditación no es concentración; esta última
excluye, interrumpe, resiste y, por lo tanto, implica conflicto. Una mente meditativa puede concentrarse,
lo que entonces no es una exclusión, una resistencia; pero una mente concentrada no puede meditar.
Es
curioso lo altamente importante que se vuelve la meditación; para ella no hay
un fin ni hay un comienzo. Es como una gota de lluvia; en la gota están todos
los arroyos, los grandes ríos, los mares y las cascadas; esa gota alimenta a la
tierra y al hombre; sin ella la tierra seria un desierto. Sin la meditación, el
corazón se vuelve un desierto, una tierra desolada. La meditación tiene su propio
movimiento; uno no puede dirigirla, moldearla o forzarla; si lo hace, ello deja
de ser meditación. Este movimiento cesa si uno es meramente ‘un observador’, si
uno es ‘el experimentador’. La meditación es el movimiento que destruye al observador,
al experimentador(1); es un
movimiento que está más allá de todo símbolo, pensamiento y sentimiento. Su
rapidez no puede medirse.
Estaban
las nubes cubriendo el cielo y tenía
lugar una batalla entre ellas y el viento, y el viento estaba triunfando. Había
una gran extensión de azul, muy azul, y las nubes aun extraordinarias, llenas
de luz y oscuridad, y esas del Norte parecían haber olvidado el tiempo pero el
espacio les pertenecía. En el parque [el Campo de Marte] el suelo estaba
cubierto por las hojas del otoño, que también llenaban el pavimento. Era una
mañana clara, fresca, y las flores lucían espléndidas en sus colores estivales.
Más allá de la inmensa, alta y abierta torre [la Torre Eiffel] -la
principal atracción- pasaba una procesión funeraria, el féretro y el coche
fúnebre recubierto con flores y seguido por muchos automóviles… Aun en la
muerte querernos ser importantes, no hay fin para nuestra presunción y vanidad.
Todos quieren ‘ser alguien’ o estar relacionados con alguno que sea «alguien».
Desean el poder y el éxito, grande o pequeño, y quieren ser reconocidos. Sin el
reconocimiento, carecen de significación; desean ser reconocidos por los muchos
o por aquel que domina. El poder es siempre respetado y, por lo tanto, se lo
convierte en respetable. El poder es siempre maligno, ya sea manejado por el
político, por el santo, o por la esposa sobre el marido. Por muy maligno que
sea, todos lo anhelan con vehemencia, y aquellos que lo poseen desean tener
más.
Ese coche
fúnebre con esas alegres flores al sol parece tan lejano; y ni siquiera la
muerte pone fin al poder, porque éste continúa en otro… Es la antorcha del mal
que continúa de generación en generación. Pocos pueden rechazarla amplia y
libremente, sin mirar hacia atrás; ellos no tienen recompensa. La recompensa es
el éxito, la aureola del reconocimiento.
Cuando
no se es reconocido, cuando el fracaso ha sido olvidado hace mucho tiempo,
cuando ha cesado todo esfuerzo y conflicto y uno es nadie, entonces adviene una
bendición que no es de la iglesia ni de los dioses del hombre. Los niños
jugaban y daban voces cuando el coche fúnebre pasó junto a ellos y ni siquiera
lo miraron, absortos en su juego y en sus risas.
1- El
experimentador: O ‘el observador’, o ‘el meditador’,
etc., es el ‘yo’: un centro que experimenta y acumula la experiencia en forma
de memoria. Es el yo psicológico (o ‘ego inferior’, aunque K. nunca emplea ese
término).
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