Diario N°1.
25 de agosto de 1961.
Era
muy temprano; aun no amanecería por un par de horas o más. Orión estaba
surgiendo justamente sobre la cúspide de ese pico que está tras de los curvos y
boscosos cerros. No había una sola nube en el cielo, pero, por lo que se sentía
en el aire, probablemente habría niebla. Era una hora de quietud y el torrente
aun estaba dormido; había una débil luz lunar y los cerros estaban oscuros,
destacándose sus formas contra el pálido cielo. No soplaba brisa alguna y los
árboles permanecían quietos y brillaban las estrellas…
La
meditación no es una búsqueda; no consiste en buscar, probar o explorar. Es una
explosión y un descubrimiento. No es un domesticar el cerebro para que se
amolde, ni es un auto análisis introspectivo; ciertamente no es el
entrenamiento en la concentración, que incluye preferencias y rechazos. Es algo
que llega con naturalidad cuando todas las aseveraciones positivas y negativas
y las realizaciones han sido comprendidas y abandonadas fácilmente.
La meditación es el
vacío total del cerebro. Lo esencial es el vacío, no lo que hay en
el vacío; el ‘ver’ sólo existe desde el vacío; de él proviene toda virtud, no
la moralidad social y la respetabilidad. Es
desde este vacío que llega el amor, de otro modo no es amor. Los cimientos
de la recta conducta están en este vacío. Él es el principio y fin de todas las
cosas.
Mirando
a través de la ventana, a medida que Orión iba ascendiendo más y más, el
cerebro estaba intensamente vivo y sensible, y la meditación se tornó en algo
por completo diferente, algo a lo que el cerebro no podía enfrentarse; por lo
tanto, éste se replegó sobre si mismo y quedó silencioso. Las horas que
precedieron al amanecer y aun las siguientes, parecían no haber existido, y
cuando el sol surgió sobre las montañas y las nubes atraparon sus primeros rayos,
sólo había asombro en medio de tanto esplendor. Y comenzó el día. Extrañamente,
la meditación continuaba.
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