Krishnamurti, “Diario n°1”
Día
24-10-1961.-
La
luna estaba llegando exactamente sobre los cerros, atrapada en una larga nube
serpentina que le daba una fantástica forma. Estaba enorme, empequeñecía a los
cerros, a la tierra con sus verdes pastizales. Allí donde ella iba surgiendo, el
cielo se tornaba más claro y había menos nubes; pero pronto desapareció entre
los oscuros nubarrones cargados de lluvia. Comenzó a lloviznar y la tierra
estaba contenta; aquí no llueve mucho y cada gota tiene valor; la gran higuera
y el tamarindo y el mango disputarían a causa de ello, pero las plantas
pequeñas y la siembra de arroz se regocijaban aún con una lluvia tan escasa.
Infortunadamente, incluso las pocas gotas cesaron y pronto la luna brilló en un
cielo claro. En la costa estaba lloviendo furiosamente, pero aquí donde la
lluvia era indispensable, las nubes cargadas pasaban de largo. Era un hermoso
anochecer y había sombras oscuras y profundas de múltiples diseños. La luna
brillaba intensamente, las sombras estaban muy quietas y las hojas recién lavadas
centelleaban. Mientras uno iba paseando y conversando, la meditación proseguía
bajo las palabras y la belleza de la noche. Proseguía a una gran profundidad
fluyendo hacia adentro y hacia afuera; era un movimiento que estallaba y se
expandía. Uno se daba cuenta de ello; ocurría; no era algo que uno estuviera
experimentando, el experimentar limita; ello tenía lugar, sucedía sin la
participación de uno; el pensamiento no podía compartirlo porque el
pensamiento, en cualquiera de sus formas, es una cosa muy vana y mecánica; ni
la emoción podía enredarse en ello; era algo demasiado perturbadoramente activo
para ambos. Estaba ocurriendo a una profundidad tan desconocida que no existía
medida posible para ella. Pero había una gran quietud… Era algo muy sorprendente
y nada común. Las hojas oscuras brillaban y la luna había trepado bien alto;
estaba del lado occidental e inundaba la habitación. Faltaban aún muchas horas
para el amanecer y no se escuchaba un sonido; hasta los perros de la aldea
habían callado con sus penetrantes ladridos. Al despertar, ello estaba ahí, con
claridad y precisión; estaba ahí «lo Otro», y era necesario despertar, no
dormir; fue algo deliberado para que uno advirtiera lo que estaba sucediendo,
para que hubiera plena y lúcida conciencia respecto de lo que ocurría. Dormido,
ello podría haber sido un sueño, una insinuación del inconsciente, una treta
del cerebro; pero al estar totalmente despierto, «lo otro», esta cosa extraña e
incognoscible, era una palpable realidad, un hecho y no una ilusión o un sueño.
Tenia una cualidad -si es que tal palabra puede aplicársele- de levedad e
impenetrable fuerza. Incluso estas palabras poseen cierto significado definido
y comunicable, pero pierden todo sentido cuando «lo otro» tiene que comunicarse
en palabras; las palabras son símbolos pero ningún símbolo puede jamás
transmitir la realidad. Ello estaba ahí, con un poder tan incorruptible, tan
inaccesible que nada podía destruirlo. Uno puede acercarse a algo con lo que
está familiarizado, uno debe conocer el mismo idioma para poder comunicarse,
tiene que haber alguna clase de proceso del pensamiento, verbal o no verbal;
sobre todo tiene que haber mutuo reconocimiento. No había nada de eso. Uno
puede decir: es esto o es aquello, es tal o cual cualidad, pero en el momento
en que ello tenía lugar no había verbalización porque el cerebro estaba
completamente silencioso, sin movimiento alguno del pensar. «Lo otro» no está
relacionado con nada, y todo pensamiento, toda existencia es un proceso de
causa-efecto; por consiguiente, no había relación alguna con ello ni había
comprensión de ello. Era una llama inaccesible y uno sólo podía mirarla
y guardar su distancia. Y al despertar, súbitamente, eso estaba ahí. Y con eso
adivino un éxtasis inesperado, un júbilo sin razón alguna; no había causa para
ello, porque en ningún momento había sido buscado ni perseguido. Este éxtasis
estaba ahí al despertar otra vez a la hora habitual, y continuó por un largo
período de tiempo.
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