Jiddhu Krishnamurti
Día
25-10-1961.- (“Diario n°1, de Jiddu
Krishnamurti).
Hay
una hierba de largo tallo, alguna clase de maleza silvestre que crece en el
jardín y que tiene una florescencia plumosa, oro candente que destella en la brisa
inclinándose hasta quebrarse, pero sin romperse jamás salvo bajo un viento
fuerte. Hay un grupo de estas malezas color beige dorado, y cuando la brisa
sopla las hace danzar; cada tallo tiene su propio ritmo, su propio esplendor, y
son como una ola cuando se mecen todos juntos; entonces el color, a la luz del
atardecer, es indescriptible; es el color del crepúsculo, de la tierra de los
cerros dorados y de las nubes. Las flores contiguas son demasiado definidas,
demasiado toscas, y exigen que uno las mire. Estas hierbas silvestres poseen
una extraña delicadeza; tienen un tenue aroma a trigo y a tiempos antiguos; son
fuertes y puras, plenas de vida en abundancia. Pasaba cerca una nube
crepuscular llena de luz mientras el sol descendía tras del oscuro cerro. La
lluvia había dado a la tierra un grato olor y el aire era agradablemente
fresco. Llegaban las lluvias y la tierra estaba expectante.
Ello
ocurrió de pronto, al regresar a la habitación; estaba ahí, con una acogedora
bienvenida, totalmente inesperado. Uno había entrado sólo para volver a salir;
habíamos estado conversando sobre diversas cosas, ninguna demasiado seria. Fue
una conmoción y una sorpresa encontrarse con la bienvenida de «lo otro» en la
habitación; estaba aguardando ahí con tan clara invitación que parecía vana una
disculpa. En varias oportunidades, muy lejos de aquí, en Wimbledon, bajo
algunos árboles y a lo largo de un sendero que muchísimos transitaban, ello
había estado aguardando en un recodo del camino; con asombro uno permanecía ahí,
cerca de aquellos árboles, completamente abierto, vulnerable, sin habla, sin un
solo movimiento. No era una fantasía, una ilusión autoproyectada; la otra
persona que para ese entonces se encontraba allí también lo percibió. Ello se
presentó ahí en distintas ocasiones, con una bienvenida de amor que todo lo
abarcaba, y era algo completamente increíble; cada vez tenía una nueva
cualidad, una nueva belleza, una nueva austeridad. Y así era en esta
habitación, algo totalmente nuevo y absolutamente inesperado. Era belleza que
aquietaba la mente entera y dejaba el cuerpo sin un solo movimiento, tornando a
la mente, al cerebro y al cuerpo intensamente alertas y sensibles; ello hacia
estremecer al cuerpo, y en unos pocos minutos «lo otro», con su acogedora
bienvenida, había desaparecido tan velozmente como había llegado. Ningún
pensamiento, ninguna emoción caprichosa podría jamás suscitar un acontecimiento
semejante; el pensamiento es mezquino, haga lo que haga, y el sentimiento es
muy frágil y engañoso; ninguno de ellos, en sus más disparatados empeños,
podría fabricar estos sucesos. Son inmensurablemente grandes, demasiado
inmensos en su fuerza y pureza para el pensamiento o el sentimiento; éstos
tienen raíces y aquellos no tienen ninguna. No son para que se les invite o
retenga; el pensamiento y el sentimiento pueden jugar toda clase de tretas
hábiles e imaginativas, pero no pueden inventar ni contener «lo otro». Ello
existe por si mismo y nada puede alcanzarlo.
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