Vivencias narradas por J. Krishnamurti en su “Diario n°1”
Día
23-10-1961.-
La
completa quietud del cerebro es una cosa extraordinaria; en esa quietud el
cerebro es altamente sensible, vigoroso, lleno de vida, consciente de cada
movimiento externo, pero se halla completamente abierto, libre de cualquier
estorbo, sin ningún deseo secreto, sin perseguir nada; está quieto y, por
tanto, no existe conflicto alguno, el cual es esencialmente un estado de
contradicción. Está completamente quieto en el vacío; esta vacuidad no es un estado
de carencia, de mente en blanco; es energía que no tiene un centro, que no
tiene un límite. Bajando por la apiñada calle, sórdida y maloliente, en medio
del rugir de los autobuses, el cerebro estaba atento a las cosas que lo rodeaban,
y el cuerpo caminaba, sensible a los olores, a la suciedad, a los sudorosos
obreros, pero no había un centro desde el cual tuviera lugar una observación,
un dirigir, un censurar las cosas. Durante toda esa milla y al regresar, el
cerebro estuvo sin un solo movimiento que significara pensar o sentir; el
cuerpo se fatigaba, poco acostumbrado a la humedad y al espantoso calor
reinante pese a que el sol se había puesto cierto tiempo atrás. Era un fenómeno
extraño, aun cuando ya hubiera ocurrido antes algunas veces. Uno nunca puede
habituarse a ninguna de estas cosas, porque no es algo que pertenezca al hábito
o al deseo. Ello es siempre sorprendente después que ha pasado. En el atestado
avión [a Madrás] hacia calor y aun a aquella altura, unos ocho mil pies,
parecía que jamás iría a refrescar.
En
ese avión matinal, súbitamente y del modo más inesperado, advino «lo otro».
Ello nunca es igual, es siempre nuevo, imprevisto; lo más extraño al respecto
es que el pensamiento no puede volver a ello, reconsiderarlo, examinarlo
deliberadamente. La memoria no interviene en eso, porque cada vez que ocurre es
tan totalmente nuevo e inesperado que no deja tras de sí ningún recuerdo. Por
ser un acontecimiento completo y total, no se graba en la memoria para
registrarse como un recuerdo Así, siempre es nuevo, joven, imprevisto. Llegó acompañado
de una extraordinaria belleza, no a causa de la forma fantástica de las nubes o
por la luz que éstas contenían, ni por el cielo tan infinitamente delicado y
azul; no había razón ni causa para su increíble belleza y por eso era bello.
Era la esencia, no la de todas las cosas que han sido producidas y a las que se
ha dado forma para que se las sienta y se las vea, sino la esencia de toda la
vida que ha sido, es y será, la vida sin tiempo. Ello estaba ahí y era el
frenesí de la belleza.
El
pequeño automóvil volvía a su valle, lejos de las ciudades y las
civilizaciones; saltaba por caminos accidentados llenos de baches, tomaba
agudas curvas gimiendo, crujiendo, pero seguía adelante; no era un auto viejo,
pero había sido descuidadamente montado; olía a petróleo y aceite, pero corría
de vuelta al hogar, tan rápido como le era posible, sobre caminos pavimentados
y sin pavimentar. La tierra estaba hermosa, había llovido recientemente, la
noche anterior. Los árboles rebosaban de verdes y brillantes hojas -el
tamarindo, la gran higuera y otros innumerables árboles; se veían muy vitales,
frescos y jóvenes pese a que algunos de ellos debían ser muy viejos. Estaban
ahí los cerros y la tierra roja; no eran cerros impresionantes sino suaves y
antiguos, algunos de ellos los más antiguos de la tierra, y a la luz del anochecer
se veían con ese azul añejo que sólo determinados cerros suelen tener. Algunos
eran rocosos y estaban desnudos, otros tenían arbustos achaparrados y en unos
pocos había unos cuantos árboles, pero se mostraban benévolos y amistosos como
si hubieran visto todo el dolor del mundo. Y la tierra a sus pies era roja; las
lluvias la habían tornado más roja aún; no era el rojo de la sangre o el del sol
o el de algún tinte fabricado por el hombre; era rojo, el color que contenía
todos los rojos; había en él claridad y pureza, y el verde resaltaba sobrecogedor
en contraste con ese rojo. Era un hermoso anochecer y estaba refrescando porque
el valle se encontraba a cierta altura.
En
medio de la luz crepuscular y de los cerros que se tomaban más azules y del
rojo cada vez más vivo de la tierra, «lo otro» advino silenciosamente
acompañado de una bendición. Ello es maravillosamente nuevo cada vez, y sin
embargo es lo mismo. Era inmenso en su fuerza, la fuerza de la destrucción y la
vulnerabilidad. Llegó con tanta plenitud, y en un instante había desaparecido;
fue un instante más allá de todo tiempo. El día había sido agotador pero el
cerebro se hallaba extrañamente alerta, viendo sin el observador; viendo no con
la experiencia sino desde el vacío.
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