Vivencias narradas por J. Krishnamurti en su “Diario n°1”
Día
21-10-1961.-
Las
palmeras se mecían con gran dignidad, inclinándose placenteramente ante la
brisa marina que venia del oeste; parecían tan distantes de la ciudad ruidosa y
atestada. Se veían oscuras contra el cielo crepuscular; sus troncos eran altos
y bien formados, finos a fuerza de muchos años de paciente trabajo; esas
palmeras dominaban el anochecer de las estrellas y el cálido mar. Casi tendían
sus palmas para recibirlo a uno, para arrebatarlo de la sórdida calle, pero la
brisa vespertina se las llevaba para llenar el cielo con su movimiento. La
calle estaba atestada; nunca estaría limpia, demasiada gente había escupido
sobre ella; habían ensuciado sus paredes con los anuncios de los últimos
filmes; las habían embadurnado con los nombres de aquellos a quienes uno debía
otorgar su voto, con los símbolos partidarios; era una calle sórdida aun cuando
fuera una de las arterias principales de la ciudad; pasaban autobuses
mugrientos; los taxis lo aturdían a uno con sus bocinazos y parecía que por ahí
habían transitado muchos perros. Un poco más lejos estaban el mar y el sol
poniente, que era una roja bola de fuego; había sido un día abrasador y el sol
enrojecía el mar y las escasas nubes. No había una sola onda en el mar, pero éste
se veía inquieto y sombrío. Hacía demasiado calor para que fuera un anochecer
agradable y la brisa parecía haber olvidado su encanto. A lo largo de la
sórdida calle, con la gente empujándolo a uno, la meditación era la misma
esencia de la vida. El cerebro, tan delicado y vigilante, estaba completamente
quieto, observando las estrellas, atento a la gente, a los olores, al ladrido
de los perros… Una solitaria hoja amarilla cayó sobre la sucia carretera y el
automóvil que pasaba la destruyó; estaba tan llena de color y belleza y fue destruida
tan fácilmente.
Mientras
uno caminaba por la calle bordeada de unas pocas palmeras, «lo otro»(1) advino como una ola que purificaba y
fortalecía; estaba ahí como un perfume, como un hálito de inmensidad. No era un
sentimiento, una ficción engendrada por la ilusión o por la fragilidad del
pensamiento; estaba ahí, distinto y claro, sin confusión posible, sin
vacilación, definido, preciso. Estaba ahí, una cosa sagrada, y nada podía
alcanzarla, nada podía quebrar su finalidad. El cerebro era consciente de la
proximidad de los autobuses que pasaban, de la calle húmeda y del chillido de
los frenos; se daba cuenta de todas estas cosas y, más allá, del mar; pero el cerebro
no tenía relación con ninguna de estas cosas; estaba completamente vacío, sin
raíces de ninguna clase, vigilando, observando desde esta vacuidad. «Lo otro» presionaba
sobre él con aguda urgencia. Ello no era un sentimiento, una sensación, sino
algo tan real como el hombre que estaba llamando. No era una emoción que
cambia, que varia y continúa, y el pensamiento no podía alcanzarlo… Estaba ahí
con la determinación de la muerte que ningún pensamiento podría disuadir. Como
no tenía raíces ni relación alguna con nada, nada podía contaminarlo; era indestructible…
1- “Lo otro”: Krishnayi llamaba de esa manera a ‘lo
inconmensurable’, “Aquello” que está más allá del pensamiento, “Eso” que es
insondable presencia de paz y bendición.
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