(Del “Diario N°1”, de Krishnamurti)
20-07-61
El
cuarto se llenó con esa bendición. Lo que siguió entonces es casi imposible de
registrar en palabras; las palabras son cosas tan muertas…, con un significado
tan definitivamente establecido, y lo que ocurrió estaba más allá de todas las
palabras y no puede ser descrito. Ello era el centro de toda creación; era una
purificadora seriedad que limpiaba el cerebro de todo pensamiento y
sentimiento; esa seriedad era como un relámpago que destruye y quema; su
profundidad no tenía medida, ahí estaba inmutable, impenetrable, una solidez
que era tan leve como los cielos. Estaba en los ojos, en la respiración. Estaba
en los ojos y los ojos podían ver. Los ojos que veían, que miraban, aun
totalmente diferentes de los ojos orgánicos y, sin embargo, eran los mismos
ojos. Sólo existía el ver de los ojos que veían más allá del tiempo-espacio.
Había una impenetrable dignidad y una
paz que era la esencia de todo movimiento, de toda acción. Ninguna virtud
la alcanzaba porque estaba más allá de toda virtud y de todas las sanciones
humanas. Era el amor, el amor que es totalmente perecedero y que por eso tiene
la delicadeza de todo lo que es nuevo, vulnerable, destructible; no obstante,
aquello estaba más allá de todo esto. Ahí estaba, imperecedero, innominable, ‘lo
desconocido’. Ningún pensamiento podría jamás penetrarlo, ninguna acción podría
jamás alcanzarlo. Era «puro», incontaminado y, por eso, siempre bello, como la
muerte. Todo esto pareció afectar el cerebro; éste no era como había sido
antes. (El pensamiento es algo tan trivial, necesario pero trivial). A causa de
ello ‘la relación’ parece haber cambiado. Tal como una terrible tormenta, como un
destructivo terremoto da un curso nuevo a los ríos, cambia el paisaje y cava
profundamente la tierra, así ello ha arrasado los contornos del pensamiento, ha
cambiado la forma del corazón.
21-07-61
Todo
el proceso continúa como es habitual a pesar del frío y del estado febril. Se
ha vuelto más agudo y persistente. Uno se pregunta hasta cuándo podrá el cuerpo
aguantarlo. (Se
refiere a los síntomas por los que atravesó el cuerpo de K.)
Ayer,
mientras subíamos por un hermoso, angosto valle, con sus empinadas laderas
sombreadas de pinos y los verdes campos llenos de flores silvestres,
súbitamente, de la manera más inesperada porque estábamos hablando de otras
cosas, una bendición descendió como suave lluvia sobre nosotros. Nos
convertimos en el centro de ella. Era dulce, apremiante, infinitamente tierna y
pacifica, nos envolvía en un poder que estaba más allá de toda tacha y razón.
Esta
mañana temprano, al despertar, había una inmutable seriedad purificadora
transformándolo todo y un éxtasis que no
tenía causa; simplemente estaba allí. Y durante el día, ante cualquier cosa
que uno hiciera, ahí permaneció como un trasfondo y avanzaba directa e
instantáneamente cuando uno estaba quieto. Hay en ello urgencia, y hay belleza.
Ninguna imaginación ni deseo alguno podrían jamás formular una profunda
seriedad semejante.
17-07-61
Estábamos
subiendo por el sendero de una boscosa ladera de la montaña y pronto nos
sentamos en un banco. Súbitamente, de la manera más inesperada, esa sacra
bendición descendió sobre nosotros; el otro también la sintió sin que nos
hubiéramos dicho nada. Tal como en diversas oportunidades llenó una habitación,
esta vez pareció cubrir toda la amplitud de la ladera, extendiéndose sobre el
valle y más allá de las montañas. Estaba en todas partes. El espacio entero
pareció desaparecer; lo que se encontraba lejos, la ancha quebrada, los
distantes picos nevados y la persona sentada en el banco, todo se desvaneció.
No había uno, ni dos, ni muchos, sino sólo esta inmensidad. El cerebro había
perdido todas sus respuestas; era sólo un instrumento de observación que estaba
viendo, no como el cerebro que pertenece a una persona en particular, sino como
un cerebro que no está condicionado por el tiempo-espacio, como la esencia de todos
los cerebros.
Fue
una noche tranquila y ‘el proceso’ en general no fue tan intenso. Al despertar
esta mañana hubo una experiencia que duró quizás un minuto, una hora, o tal vez
fue ‘algo intemporal’. (…). Al despertar, había en las mismas profundidades, en
la inmensurable hondura de la mente total, ardiendo furiosamente, una intensa
llama viva de atención, de percepción lúcida, de creación. “La palabra no es la
cosa, el símbolo no es ‘lo real’”. Los fuegos que arden en la superficie de la
vida pasan, se apagan dejando dolor, cenizas, recuerdos. Estos fuegos son
llamados ‘vida’, pero eso no es vida. Es decadencia. Vida es el fuego de la
creación, que es destrucción. En ello no hay comienzo ni final, no hay mañana
ni ayer. Eso está ahí y ninguna actividad superficial podrá jamás ponerlo al
descubierto. El cerebro debe morir para que esta vida sea.
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