(Del “Diario N°1”, de Krishnamurti)
22-09-1961.-
(1° parte)
Hay
un pequeño puente que cruza el río y que fue proyectado exclusivamente para
peatones; se está bastante tranquilo ahí. Una gran barcaza cargada de arena de
las playas, venía remontando el río plenamente iluminado; era una arena fina,
limpia. En el parque había un montón de esa arena, puesta ahí con el propósito
de que los niños jugaran con ella. Algunos estaban construyendo profundos
túneles y un gran castillo con un foso alrededor; se divertían muchísimo. Era
un día agradable, bastante fresco, el sol no estaba demasiado fuerte y había humedad
en el aire; más árboles se estaban tornando castaños y amarillos y se sentía el
aroma del otoño. Los árboles se preparaban ya para el invierno; muchas ramas se
destacaban desnudas contra el claro cielo; cada árbol tenía su propio patrón de
color con intensidad variable, desde bermejo al amarillo pálido. Aun en la
muerte eran bellos. Era un grato anochecer lleno de luz y de paz pese al rugido
del tráfico…
En
la terraza hay unas pocas flores, y esta mañana las amarillas estaban más vivas
y ansiosas que nunca; a la temprana luz parecían más despiertas y tenían más
color, mucho más que sus vecinas. El este comenzaba a ponerse más brillante y
«lo otro» estaba en la habitación; había estado ahí por algunas horas. Al
despertar en medio de la noche, estaba ahí, algo completamente objetivo que
ningún pensamiento o imaginación podrían producir. Otra vez, al despertar, el
cuerpo estaba perfectamente quieto sin ningún movimiento, al igual que el
cerebro. El cerebro no estaba inactivo sino muy, pero muy despierto, observando
sin interpretación alguna. Era una fuerza de inaccesible pureza, con una
energía que resultaba sobrecogedora. Estaba ahí, siempre nueva, siempre
penetrante. No estaba sólo afuera, allí en la habitación o en la terraza,
estaba adentro y afuera pero no había división. Era algo en lo cual estaban
atrapados en su totalidad la mente y el corazón; y la mente y el corazón
cesaron de existir…
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