12-10-1961.-
(Del “Diario n°1”, de Krishnamurti)
El
cielo estaba amarillo con el sol poniente, y el oscuro ciprés y el gris olivo
eran sobrecogedoramente hermosos; más abajo, el sinuoso río se veía dorado. Era
un anochecer espléndido, pleno de luz y silencio. Desde esa altura uno podía
ver la ciudad en el valle, la cúpula y el hermoso campanario, y el río que
atravesaba en curvas la ciudad. Bajando la pendiente y los escalones, uno
sentía la gran belleza del anochecer; había poca gente, y los excéntricos,
bulliciosos turistas, habían pasado temprano por allí, siempre parloteando,
tomando fotos y escasamente viendo cosa alguna. El aire estaba perfumado, y a
medida que el sol se ponía, el silencio se tornaba profundo, rico e insondable.
Sólo desde este silencio existe el ‘ver’, el verdadero ‘escuchar’, y desde este
silencio advino la meditación, aunque el pequeño automóvil descendía
ruidosamente la curva carretera dando innumerables topetazos. Había dos pinos
romanos contra el cielo amarillento y, aunque uno los había visto a menudo con anterioridad,
era como si nunca hubieran sido vistos; la colina suavemente inclinada era de
un gris plateado por la presencia del olivo, y en todas partes se veía el
oscuro ciprés solitario…
La meditación era explosiva, no algo cuidadosamente
planeado, tramado y preparado con un determinado propósito. Era una explosión
que no dejaba ningún remanente del pasado. Ella hacia estallar el tiempo, y el
tiempo ya nunca más necesitaba detenerse. En esta explosión todo era sin
sombra, y ver sin sombra es ver más allá del tiempo. Era un anochecer
maravilloso, pleno de humor y espacio. La ciudad ruidosa con sus luces y el
tren que corría suavemente, se hallaban dentro de este vasto silencio cuya
belleza estaba en todas partes.
El
tren, yendo hacia el sur [de regreso a Roma] estaba atestado con muchísimos
turistas y hombres de negocios; fumaban sin cesar y comieron pesadamente cuando
se sirvió la comida. El campo estaba hermoso, lavado por la lluvia, fresco, y
no se veía una nube en el cielo. Sobre las colinas había antiguos pueblos amurallados,
y el lago de tantos recuerdos estaba azul, sin una sola onda; el rico país
cedía al suelo pobre y árido, y las granjas parecían menos prósperas, los
pollos estaban más flacos, no había ganado en los alrededores y se veían pocas
ovejas. El tren corría velozmente, tratando de recuperar el tiempo que había
perdido. Era un día maravilloso, y ahí, en ese compartimento lleno de humo, con
pasajeros que apenas si miraban hacia afuera por la ventanilla, ahí estaba «lo
otro»(1). Toda esa noche estuvo ahí con tanta intensidad que el cerebro sentía
su presión. Era como si en el centro mismo de toda la existencia ello estuviera
operando en su pureza e inmensidad. El cerebro observaba, como estaba
observando la escena que pasaba velozmente, y en este mismo acto él fue más
allá de sus propias limitaciones. Y durante la noche, en singulares momentos, el meditar era un fuego de explosión.
1- “Lo Otro”: Esta denominación, como también
“Aquello” o “Ello”, eran términos
utilizados por Krishnamurti para referirse a “la bendición de lo desconocido”, ‘la esencia’, o también: “lo
atemporal”.
No lo nombraba de
ninguna manera que pudiese ser ‘cristalizado’ por el pensamiento, es decir,
reducido a un mero símbolo mental…
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