Diario
n°1 de Krishnamurti
26 de
octubre de 1961 (1° parte)
Justo
al otro lado de la galería hay un árbol con gran cantidad de espectaculares
flores de color rojo, mientras que el verde de las enormes hojas resalta vívido
e intenso después de las últimas lluvias. El rojo de las flores tiene un tinte
anaranjado, y contra el verde del follaje y de la colina rocosa, parece como si
se hubieran apartado de la tierra y cubrieran todo el espacio de la madrugada.
Era una hermosa mañana con nubes, y había esa luz que torna claro y brillante
cada color. No se agitaba una sola hoja y todas aguardaban esperanzadas otra
lluvia; el sol sería ardiente y la tierra necesitaba más agua en abundancia.
Los lechos de los ríos habían permanecido silenciosos por muchos años; en ellos
crecían arbustos y el agua resultaba indispensable en todas partes. Los pozos estaban
muy bajos y los aldeanos sufrirían si el agua siguiera faltando. Las nubes
sobre los cerros eran negras, cargadas con la promesa de la lluvia. Tronaba y
había relámpagos lejanos, y en seguida se desencadenó un aguacero. No duró
mucho pero de momento era suficiente y había una promesa de más lluvia.
Donde
el camino desciende hay un puente que cruza el rojo y arenoso lecho seco de un
río; mirando desde el puente hacia el oeste, las colinas resaltaban negras,
melancólicas; a la luz del atardecer los ricos campos florecidos de arroz eran
increíblemente bellos. Al otro lado había árboles de un intenso verde oscuro, y
hacia el norte estaban los cerros de color violáceo; el valle descansaba
abierto a los cielos. Todos los colores, visibles e invisibles, se hallaban en
ese valle bajo la luz crepuscular. Cada color principal tenía sus armónicos,
unos ocultos, otros manifiestos, y cada hoja y cada brizna de arroz estallaban
con el deleite del color. Este era intenso, poderoso, no suave ni dulce. Las
nubes se estaban amontonando negras y cargadas, en especial sobre los cerros, y
en la lejanía relampagueaba silenciosamente. Comenzaron a caer las primeras
gotas; entre los cerros ya estaba lloviendo y pronto la lluvia estaría aquí.
Una bendición para una tierra extenuada y hambrienta.
Después
de una comida liviana, estábamos todos hablando acerca de cosas relativas a la
escuela, de cómo era necesario esto o aquello, de lo difícil que resultaba
encontrar buenos maestros, de lo indispensables que era las lluvias, etc. Ellos
continuaban hablando, y entonces súbita e inesperadamente apareció «lo Otro», (‘lo inconmensurable’), estaba ahí con tal
inmensidad y con una fuerza tan arrolladora que uno se aquietó completamente;
los ojos lo veían, el cuerpo lo sentía y el cerebro estaba alerta sin
pensamiento alguno. La conversación no era demasiado seria, y en medio de esta
atmósfera incidental estaba ocurriendo algo tremendo. Permaneció con uno en el
momento de ir a acostarse y prosiguió como un susurro durante la noche. No hay
experiencia de ello; está simplemente ahí, con su ímpetu incontenible y su
bendición. Para que algo sea experimentado debe haber un experimentador, pero
cuando no lo hay existe un fenómeno por completo diferente. No hay aceptación
de ello ni rechazo; está simplemente ahí, como un hecho. Este hecho no se
hallaba relacionado con cosa alguna ni en el pasado ni en el futuro, y el
pensamiento no podía establecer ninguna comunicación con él; carecía de valor
en términos de utilidad o provecho, nada podía obtenerse de él. Pero estaba
ahí, y por su misma existencia había amor, belleza, inmensidad. Sin efe hecho,
nada hay. Sin la lluvia, la tierra perecería…
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